La Odisea Patagónica de Hilario Tapary
En el tomo IV de la colección de documentos históricos sobre las provincias del Río de La Plata compilados por el italiano Pedro De Angelis se incluye un relato de viaje por el territorio patagónico ocurrido en el siglo XVIII, que es menos conocido que otras crónicas de viajeros que recorrieron la región tales como Thomas Falkner, Milciades D´Obigny, Charles Darwin y George Munster. Se trata de la odisea vivida por el indígena paraguayo Hilario Tapary, que recorrió, en su mayor parte caminando, los mas de 2000 kilómetros que separan el puerto de San Julián de la ciudad de Buenos Aires.
Hacia fines de 1752, el rico comerciante porteño Domingo Basavilbaso intentó explotar las salinas situadas en las cercanías del puerto San Julián (actual provincia de Santa Cruz) con el objeto de abastecer de sal a la ciudad de Buenos Aires.
San Julián había sido el lugar elegido por Magallanes para desembarcar en 1520, de camino al paso que unía los océanos Atlántico y Pacífico. Allí se realizó la primera misa en territorio argentino y se colgaron algunos amotinados. También fue el lugar de desembarco de pirata Francis Drake antes de encarar para el estrecho y tumba de varios marinos y un sacerdote que osaron rebelarse.
Para realizar el traslado del mineral, Basavilbaso envió la nave San Martín (alias la tartana San Antonio), comandada por el capitán Jorge Barné, cargada de carretas, canoas, pipas, barriles, materiales de construcción, herramientas de trabajo, bueyes, cerdos, perros, gatos y gallinas, además de los peones que se ocuparían de las tareas de extracción y embarque.
Antes de que el buque partiera del Riachuelo el 16 de diciembre, el comerciante rezó un Padrenuestro y un Ave María con la tripulación y auguró “Dios les da los buenos días, buen negocio haga esta nave”.
La travesía duró 24 días, debiendo soportar los fuertes vientos patagónicos que partieron el cable de la nave “obligándonos inmediatamente a gobernar para entrar en el puerto – como escribió el capitán -, pero en poco tiempo nos hallamos en ocho pies de agua, y entonces tocó la embarcación y experimentamos fuerte reventazones”.
Una vez en tierra firme, el capitán volvió a escribir: “La primera cosa que hicimos al dar fondo en San Julián fue ir en busca de las Salinas, y estuvimos día y medio antes de que hallásemos la mas chica de las dos, y la grande la hallamos después. Agua buena no pudimos hallar mas que un pocito en el Camino de la Salina Grande”. El ambiente comenzaba a conspirar contra los aventureros.
A los pocos días, divisaron “de dos o tres mil casitas o sepulturas”, y en las serranías cercanas “vestigios de muchos fogones, y al lado de ellos bastantes huesos de guanacos y avestruces”.
El 14 de marzo de 1753, cargado de sal, el San Martín emprendió el regreso a Buenos Aires. Pero decidió el capitán que alguna gente se quedara para cuidar a los animales y el galpón con herramientas, a la espera del siguiente barco. La elección recayó sobre el español Santiago Blanco, el chino José Gombó y el indígena paraguayo Hilario Tapary. Si a eso sumamos un negro de Angola que había huido veinte días antes, “se puede decir que se quedan en este tierra uno de cada parte de las cuatro del mundo”, comentaría el capitán. Les harían compañía dos perros cuzco.
Los tres peones firmaron un contrato en que se comprometían a: 1°) tener una carga completa de sal para cuando regresara la embarcación; 2°) tener cuidado con los bueyes, carretas, cerdos, barriles, pipas, armas y alimentos; 3°) hacer pozos para la obtención de agua dulce o llenar los barriles con agua de lluvia; 4°) no alejarse del refugio sin llevar un arma cargada; 5°) tomar en cuenta como están los vientos, la lluvia y los ciclos de la luna; y 6°) vivir hermanadamente y convenirse en todas cosas por el provecho de los dueños del barco.
El 17 de noviembre, una nueva expedición enviada por Basavilbaso arribó a San Julián, en donde no encontraron rastros de los tres hombres dejados. Solo había “una carreta cerca del puerto y una canoa varada y atravesada en tierra, con dos escopetas dentro y en la isla se hallaron cuatro sacos de maíz, y uno de afrecho y un marranito”. Pensaron que los tres hombres habrían ido tierra adentro, con las armas y las municiones, pero no se encontraron vestigios.
A los siete días de arribo, yendo en busca de agua, hallaron un grupo de 150 indígenas que los recibieron amigablemente y los llevaron a caballo hasta el puerto. Poco después tuvieron un encuentro con un grupo más numeroso, de 1400 personas, que les dispensaron la misma cordialidad y los despidieron en el puerto al retirarse, pero no supieron decirles nada de los hombres perdidos.
El 13 de diciembre el barco zarpó de San Julián, pero naufragó el 9 de enero de 1754, salvándose la tripulación pero perdiéndose la totalidad de la carga.
El 17 de enero de 1754 llegó a Buenos Aires un grupo de veinte indígenas pertenecientes al cacique Bravo, para dar cuenta al gobernador de un enfrentamiento con otra tribu. Basavilbaso los recibió en su casa, y aprovechó para preguntarles, por medio de un intérprete, acerca de sus hombres. Uno de ellos le respondió que los indios de esa zona eran de su nación “tehuelche” de la que se había separado de pequeño para unirse al cacique Bravo, y prometió traer de vuelta a los hombres en caso de hallarlos.
¿Qué había sucedido con los hombres dejados en San Julián?. A los pocos días de haber zarpado el primer barco rumbo a Buenos Aires, el español Blanco sufrió una crisis nerviosa causada por el temor a los indígenas y huyó, abandonando a sus compañeros. Los últimos días de marzo o los primeros de abril, aprovechando la baja del mar, veinte indígenas atacaron el refugio robándose bizcochos, yerba, tabaco y rompiendo los barriles de agua y tocino para llevarse el hierro. Al día siguiente regresaron por lo poco que quedaba, junto con toda la ropa que no llevaban puesta. No demostraron ninguna intención de dañarlos, solo tomaron los escasos objetos y, tras abrazarlos, se retiraron.
Atemorizados, Hilario Tapary, José Gombó y los dos perros iniciaron la huída hacia el norte, dispuestos a recorrer a pie los 2.265 kilómetros que los separaban de Buenos Aires, bordeando la costa del mar.
Los perros resultaron útiles para cazar “zorrillos y otros bichos con que trabajosamente se alimentaban”.
Pero más trabajoso iba a ser la obtención de agua dulce. Para beber hacían “cazimbas” a la orilla del mar e ingerían pequeñas cantidades dado la salinidad de aquellas aguas. Pero el chino Gombó bebió en exceso y cayó con el estómago destrozado, sin poder dar un paso más. Tapary se quedó dos días a su lado, pero comprobó que no había nada que pudiera hacer por el, ya que su cuerpo no contenía la más leve humedad y no halló agua dulce para reanimarlo. Entonces se despidió llorando y continuó trayecto acompañado por los perros.
En un momento de la travesía, el paraguayo divisó una laguna con guanacos, y desvió su trayecto por la costa para encaminarse hacia aquel lugar. Al llegar comprobó que los guanacos habían huido y la laguna estaba seca. Pero la sed era tan atroz, que mojó los labios en el barro húmedo del fondo en un intento por aliviar aquella sensación.
Mas tarde se topó con un lobo marino y lo mató con un palo. Bebió su sangre “que le supo muy bien”, y, habiendo hecho fuego, lo comieron entre él y los perros, conservando el cuero para hacer cantimploras.
Siguiendo su camino, hallaron un pequeño manantial a los dos días, donde pasaron la noche refrigerándose, “discurriendo poder socorrer a su compañero – el chino Gombó –“. Sin embargo, aquello “le parecía inútil, pues lo contemplaba ya muerto: por lo que llenó el cuero de lobo de agua, que regularmente era como media legua distante del mar manteniéndose con varios animales y bichos que el y sus perros tomaban”.
Así continuó caminando hasta que arribó a un brazo de tierra internado en el mar, que contenía abundantes lobos marinos, con los que saciaron su hambre y sed. Pero seguía estando presente el problema de la falta de agua dulce, ya que las lagunas que había en las orillas se llenaban con agua de mar.
No volverían a hallar lobos marinos ni manantiales por un tiempo. Solo divisaron bandadas de ñandúes, y en una oportunidad, uno de los perros corrió tras ellos para no regresar. Hilario Tapary lloró la perdida del que “contemplaba como un compañero”. Por último hallaron unas matas con frutas redondas y negras, con las que se mantuvieron trabajosamente.
Pasaron varias semanas de hambre y falta de agua, hasta dar con un pequeño riachuelo, en el que permanecieron dos días reponiéndose de la deshidratación. Para cruzarlo debió proveerse de algunas ramas secas de sauce ya que no sabía nadar. Se alimentaron de lo que pudieron hallar: plantas, almejas y algún pescado muerto en la orilla. Nada podía ser desperdiciado, “por inmundo que fuese, porque para él, todo le era comida deliciosa y gustosa”.
Su suerte cambio cuando arribó a un caudaloso río. Se trataba del Río Negro. Allí se le aproximaron un grupo de indígenas blandiendo sus lanzas. Pensó que se lanzarían sobre él pero, al contrario, le indicaron que los siguiera a sus tolderías. Allí logró reabastecerse alimentándose de ñandúes, caballos y ciervos. Cuando estuvo en condiciones de montar, le hicieron entrega de un caballo para que pudiera participar de sus cacerías. Después de un tiempo, la comunidad cruzó el río y acamparon en la orilla opuesta, dedicándose a la caza y al juego. Pasados unos días se mudaron a otro lugar, siempre buscando aguadas para ellos y sus animales.
Allí Hilario comenzó a notar que se estaban acercando a la campaña bonaerense por la abundancia de caballos cimarrones. Un día, se destacaron doce hombres e Hilario preguntó, “aunque por señas porque nunca se entendieron”, si se dirigían hacia aquella zona, y al recibir una respuesta afirmativa, pidió unirse a la expedición. Partió con ellos, pero quedó rezagado y se perdió. Al verse solo nuevamente decidió dirigirse a la costa y continuar con su plan inicial de bordearla. Esta vez no contaba con su compañero canino que había quedado con los indígenas, pero sí con un caballo que le permitía recorrer mayores distancias.
Al poco tiempo conoció a un hombre perteneciente a la tribu del cacique Bravo y partió con el. Cuando llegaron al paraje El Zanjón, mataron su caballo y lo devoraron esa noche. Pasaron entre 15 y 20 días hasta que sus anfitriones descubrieron que se trataba de uno de los peones por los que Basavilbaso había preguntado. Al saber esto le indicaron que cuando quisiese volver a Buenos Aires, le darían todo lo necesario.
Luego de un tiempo, Hilario expresó su deseo de retornar a la ciudad. El cacique le hizo entrega de un buen caballo y puso cuatro hombres a su disposición para que lo acompañaran hasta un fuerte que se encontraba en la línea de frontera entre territorio indígena y las estancias bonaerenses, desde donde lo condujeron mas tarde.
El 6 de enero de 1755, tras casi tres años de travesía, Hilario Tapary regresaba a Buenos Aires. Un mes después le relató su penoso viaje a Domingo Basavilbaso, que procedió a escribirlo para que no se perdiera la historia. Con el título «Relación que ha hecho el indio paraguayo nombrado Hilario Tapary, que se quedó en el Puerto de San Julián desde donde vino por tierra a Buenos Aires», la crónica fue editada en 1836 por el historiador Pedro De Angelis en su Colección de obras y documentos relativos a la historia antigua y moderna de las provincias del Río de La Plata.
Lo más curioso es la forma en la que finaliza el relato: “Llegando a esta ciudad el 6 de enero de este presente año de 1755, en donde se halla con ánimo de volverse a embarcar para el tráfico de la sal y el descubrimiento de la costa”. ¡Como si no la hubiese descubierto a lo largo de la travesía!.
Hilario Tapary continuó viviendo en Buenos Aires donde murió, ya anciano, en 1807 combatiendo contra los invasores ingleses. Su nombre no figura entre los muertos ilustres de aquella jornada a los que el Ayuntamiento porteño les dedicó una calle al año siguiente.
Fuente: Caldenia, suplemento cultural del diario La Arena, Santa Rosa, 4 de mayo de 2008.