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Mi ángel azul


Me gustaba verla teñirse de azul tormenta, algunas tardes, en la esquina de la plaza.


Como acariciando con sus pies el suelo, hoy cruzó la calle y se internó en el césped. Acarreaba en la canasta de mimbre, las mismas latas de tintura de siempre. Las apoyó en el bordecito del cantero dando inicio, paciente, a su tarea mientras algunos caminantes accidentales la observaban, de pasada, como sin poder evitarlo. Y yo era uno de ellos, cuando una tarde, ya no pude seguir de largo. Desde entonces, cada vez que la encuentro, me ubico en este banco, mientras simulo leer. Solo para mirarla extasiado.


Etérea como un ángel, con esos largos dedos y finos movimientos, una vez más se esparce la tintura por el rostro, embelleciendo más esos ojos de acero agonizante. Las gasas que ofician de vestido son de igual color y también las botas son azules. Completando su atuendo con un sombrero.


Ya un grupo de niños curiosos se van sentado en ronda a su alrededor, mientras despliega unas alas y, agitándolas suavemente, las acomoda en su espalda. Perplejos, los pequeños, señalan las nervaduras que semejan las de las hojas que alfombran la hierba, como raíces en el agua. ¿Volará? Se preguntan algunos.


Enfunda sus manos en guantes, igualmente azules, para por fin acomodar la oscura arena desgranada de sus cabellos, que acaricia con suavidad.


Improvisa un escenario y allí, tiesa, sobre un cubo, permanece mi estatua de invierno, soportando horas de inmovilidad, cambiando imperceptiblemente de pose. Casi levitando. Yo la miro, tan tieso como ella, ella me mira.


Con delicado movimiento va cambiando de posición ante el encantamiento de los más chicos. Un sonido de batir de alas les abanica sorpresivamente el cabello y ante la vista de todos, mi ángel azul, remonta vuelo y se va.

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