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Rosas rojas en la arena



Calurosa tarde de domingo en la Plaza de Toros del pueblo de Casagrande. Don Pedro del Valle y Cortez, conocido popularmente como Don Pedro Coraje, ponía fin a su carrera y se despedía en la arena que lo vio nacer.


Don Pedro, el crédito local, había marchado rumbo a Madrid hacia ya 25 años para triunfar. Hoy volvía a Casagrande, como el más grande de los toreros españoles de la historia.


La multitud, desde muy temprano colmó las gradas de la Plaza de Toros de la ciudad. La excitación que generaban las corridas de toro en los habitantes de Casagrande contrastaba con la nostalgia y la tristeza de ver a Don Pedro Coraje por última vez en la arena.


Don Pedro hoy volvía a las arenas de Casagrande para su última faena, frente a su gente, sus amigos, sus afectos.


Todo parecía preparado para la ocasión. Dios, como un cómplice inesperado, los obsequiaba con un cielo que, más celeste que nunca, daba marco a un radiante y dorado sol que otorgaría el brillo adecuado a tan emotiva ceremonia.


El programa contemplaba, además de la despedida de Don Pedro, la presentación de dos toreros en la previa. Cada uno lidiaría con dos toros; a excepción de Don Pedro que lo haría con uno.


Para esta ocasión especial, Don Pedro había seleccionado un toro de los de mejor trapío de la cabaña de Don Santiago Ramirez criador de los toros más famosos de España, por su coraje y bravía.


Entre rodeos, verónicas, medias verónicas, banderillas y estocadas, la tarde transcurría normalmente. Los toreros de la previa desplegaron sus habilidades para brindar una faena a la altura de las circunstancias.


Pero la gente lo esperaba a él, el pueblo quería ver a su ídolo. Mucho tiempo había pasado desde su última faena en la Plaza de Toros del pueblo y la gente lo extrañaba.


Pero Pedro ya no era el mismo, algo había cambiado en el. Extrañamente cada vez se le hacía más difícil lidiar y matar toros. Ya prácticamente no podía hacerlo, de ahí su decisión de retirarse.


La voz interior, esa que llaman conciencia, lo llenaba de culpas y remordimientos. Lo atormentaba haciéndolo sentir un asesino.


Pero hoy pondría fin a ese infierno. Un toro, un toro mas y seria libre. La despedida por fin había llegado, ya le era imposible seguir viviendo con esa carga.


Su turno había llegado, la arena aguardaba, la multitud deliraba. Aún con sus tormentos y angustias a cuestas, Don Pedro hizo su aparición. Vestido con sus mejore galas y su capa roja de toreo más roja que nunca. Con su fina estampa y sus delicados modales saludo al público y las gradas estallaron.


Miles de rosas rojas caían sobre la arena acompañando su gallardo paso. Las fanfarrias, con sus estridentes notas, anunciaban el comienzo del espectáculo final. En la plaza todo era algarabía y excitación.


Pero en la cabeza de Pedro todo era tristeza y desazón, angustia y soledad. Un infierno que esperaba terminara con la muerte del último toro, el de la despedida.


La valentía y el aplomo que otrora lo acompañaban, definitivamente parecían haberlo abandonado.


Era el momento, el locutor oficial anunciaba la presencia del toro en la arena. El bravo toro de don Santiago Ramirez estaba por hacer su aparición.


El silencio se apodero de la plaza, todo era expectativa, tan solo el chillar de las bisagras de los portones pudo oírse. De pronto; imponente, majestuosa, intimidante; la bestia llegaba a la arena.

La faena fue de antología, el toro acudió a la cita e hizo honor a sus laureles. Pedro, como en aquellas memorables tardes en Madrid, desplego todo su arsenal de toreo clásico, lujoso y por momentos magistral para hacer delirar a la concurrencia.


En lo que pareció un abrir y cerrar de ojos el tercio de varas y el de banderillas habían pasado. La hora de la verdad, el tercio de estoque, aquel que daría muerte al toro y que pondría fin a la faena y a la carrera de Don Pedro, había llegado.


Y así fue, en un movimiento rápido como la luz pero bello como de ballet, Pedro dio la estocada final. La daga filosa dio justo en el punto exacto dando por tierra con el animal que, extenuado y agonizando, quedo inmóvil en el centro de la arena. La sed de sangre de la gente pedía a gritos el corte de orejas.


Los ojos de la bestia, negros como el azabache, ya sin el brillo de la vida, se clavaron como puñales sobre la mirada de su verdugo. Su expresión en la mirada, buscando una razón, una explicación; atormentaban aun más al atribulado torero.


La Plaza era un hervidero, la multitud explotaba, todo era excitación y clamor por el gran Matador.


Pero a Don Pedro nada le importaba, su ausente mirada había establecido un puente. Un puente conectado con la mirada vacía de su agonizante víctima. Esas miradas, enlazadas entre sí, permanecieron fijas hasta la muerte del animal.


Ahora sí; Pedro había quedado solo, rodeado de una exultante multitud que lo adoraba, pero, en el fondo, solo. En el centro de la arena, desencantado, giro trescientos sesenta grados en busca de entender lo que pasaba; y solo encontró soledad.


De repente, bajo una lluvia de rosas rojas, al son de las fanfarrias victoriosas Don Pedro Coraje dio, al fin, la estocada final.


Tomó firmemente la daga con ambas manos y sin mediar gesto o palabra alguna se asesto una certera puñalada en el pecho. La hoja de acero ingreso, fatal, por el centro del traje de gala para dar justo en su corazón. Sus sangres se entremezclaron. Dentro de Pedro ambos eran uno, la sangre de la víctima en las entrañas del victimario.


Don Pedro cayó muerto, en medio de la arena, muy cerca del cadáver de aquel toro bravío y majestuoso. Las fanfarrias acallaron, la multitud enmudeció. Solo las rosas rojas, como un manto de piedad, cayeron hasta sepultar los cuerpos de aquellos dos bravos y valientes que ofrendaron sus vidas en la Plaza de Toros del pueblo de Casagrande.

Mención en el V CONCURSO LITERARIO DE CUENTOS Y RELATOS organizado por la Sociedad Italiana de San Pedro el 13/de Julio de 2014. Libro: Historia de Inmigrantes Italianos

Ediciones de las Tres Lagunas

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