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La revancha de la muerte



Una mañana helada, cuando los campos y la ciudad estaban cubiertos por el manto blanco de la escarcha, una niña fue abandonada en la vereda, dentro del cesto de basura, de la familia Pollola, en Pergamino. Todos se regocijaron con la llegada inesperada de esta criatura, que estuvo ahí como la enviada que arribó con el propósito de calmar las heridas, en un momento muy especial: recién había muerto la señora de la casa. Teresita, así la llamaron— como la mamá de los chicos— creció rodeada de amor por su padre adoptivo, sus tres hermanos y, especialmente, por su niñera, Norma. Cuando cumplió doce años, Teresita “pegó un estirón”: representaba más edad. Sus grandes ojos celestes y sus cabellos rubios, sedosos, la hacían aún más atractiva. Era la década del 60. La época de la inocencia. De saludar a los vecinos, entrar a sus casas, ser amigos. Era el tiempo de la poesía, de leer mucho, de interesarse por la cultura nacional y latinoamericana. La aparición de “Rayuela” de Cortázar, revolucionó la Literatura. Época donde Borges caminaba por la Estación de trenes de Pergamino junto a su amiga, la poetisa Edna Pozzi. En 1.967, fue invitado a Bellas Artes a dar una conferencia. Teresita y su padre, se emocionaron cuando lo vieron entrar, con su hermosa sonrisa, desmitificando su aurea de genio inalcanzable.


Pedro vivía a pocas cuadras de la casa de Tere. Estaba solo, su abuela murió, dos años atrás. Nunca había tenido padre, ni hermanos. Desde que nació lidiaba con una enfermedad incurable. Llegó a cumplir treinta y tres años, a pesar que los médicos le pronosticaron una vida muy corta. Cuando todavía era un niño, con una congoja inmensa, su mamá buscó las palabras más adecuadas, para explicarle—antes de que ella muriera—el mal que padecía, para protegerlo, para que se cuidara. Le indicó los remedios que debía tomar. Le hizo prometer que concurriría al Hospital Zonal, acompañado por su abuela, doña Sara. Por todo esto, en el barrio lo llamaban el Muertito. Él lo sabía y no le molestaba. La indiferencia— o tal vez, la resignación— era uno de sus rasgos más notables.


Era la hora de la siesta, transitaban pocos autos, entonces Teresita vio la oportunidad de cruzar a la casa de su amiga Any.


En ese momento unos chicos gritaron: ¡Ahí va el Muertito!... ¡Ahí va el Muertito!... Pedro no se dio por aludido. Su interés estaba puesto en otro lado. Había visto a Teresita. Se detuvo. Esperó que pasara delante de él. La jovencita casi lo rozó, desafiante. La miró desde arriba, con esa mirada turbia, atravesada de deseo. Su mano lánguida, sudorosa, apenas acarició la delicada mejilla, con el permiso no explícito de ella, después de todo, quizás fuera la última vez. La niña le sostuvo la mirada, le retiró la mano, y siguió su camino.


Teresita tocó el timbre en Echeverría 942, la casa de su única amiga. La puerta de calle, de vidrio, alta, engalanada con esos arabescos propios de los herrajes artísticos— referentes de la estética urbana de esos años— era la entrada a un pequeño mundo de fantasía, habitado solo por las dos chiquillas. Se sentaron sobre el piso de granito, la alfombra mágica del zaguán de ese caserón antiguo, donde se ubicaron para emprender un viaje hacia un universo colmado de juegos. Mientras las payanas corrían unas tras otras, el Muertito se agazapaba esperando a Teresita. Como siempre— cuando cayera el sol, y dejaran de jugar— él sabía que, sola, iría a buscar el diario, para leer las Necrológicas. Expectante, agitado, la seguiría, y ella, como siempre, simularía no darse cuenta. Él compró el diario en el kiosco frente a la plaza 25 de Mayo. Sin decir palabra, se lo entregó, y aprovechó para doblar, con firmeza, el brazo de la niña y dibujar un círculo en la palma de su mano. Acostumbrada, bajó la cabeza, entornó los ojos, mientras la pequeña lengua, inquieta, humedeció sus labios perfectos, suaves como una telaraña.


Al otro día, cuando Teresita salió de la Escuela Primaria N° 22, distinguió a Pedro entre las mujeres agrupadas en la puerta esperando retirar a sus hijos.


El Muertito tenía los ojos vidriosos, fijos en ella, y su rostro blanco como los de un muñeco de porcelana. A la jovencita le fue fácil leer su desolación. Sin embargo, su curiosa figura le provocó una sonrisa irónica. Con seguridad, el final se acercaba para él.

Comenzaron las vacaciones. Teresita fue en auto, a Acevedo, con su familia, a visitar a sus abuelos.


Cuando volvió, caminó hasta la esquina de su casa. Cruzó para charlar con Don Manuel Asso— el pintor más reconocido de Pergamino— y mirar los cuadros que exponía en la vereda. Él pintaba, mientras la vecinita le contaba sus aventuras en Acevedo.


—Te enteraste…— le dijo el maestro, en medio de la conversación.

—Si me enteré de qué…

—Que Pedro estuvo en cama, muy enfermo.

—Ahhh…¿se murió?...

—No, lo llevé a casa y lo cuidé. Me dio lástima, no tiene a nadie. Lo conozco desde que nació. Fui novio de su mamá cuando éramos jovencitos. Nació enfermo. Tiene una enfermedad muy rara. Su madre falleció cuando él tenía siete años. Me suplicó que no lo dejara solo, que cuidara de él y de su abuela, doña Sarita, la modista del barrio. A los vecinos nos sorprende que todavía esté vivo. Siempre traté de ayudarlo.

—Mirá, aproveché y le hice un retrato. A pesar de todo, no es tan feo muchacho. ¿Te gusta como lo pinté?...

—Don Asso, por qué no lo colgamos en su atelier. Está por llover.

—Claro, buena idea. Aquí se va a estropear.


El retrato era grande, ambos lo subieron por la empinada escalera. Buscaron el mejor lugar para colgarlo. Teresita invitó al anciano a que bajara primero, iría detrás de él, cuidándolo como un ángel. El hombre no pudo oler la trampa, no vio la muerte rondándole cerca, pasándole la mano por la espalda, abrazándolo con la hiel de los verdugos. Para ella fue tan fácil pegarle un empujoncito. Don Asso rodó hasta estrellarse contra el piso. Teresita, con una sonrisa helada, sacudió el cuerpo inerte hasta asegurarse que había expirado. Satisfecha, la Muerte se sacó el disfraz de niña que jugaba a las payanas, desplegó sus alas negras, y fue por la próxima víctima. Esta vez, nadie salvaría a Pedro.


Los muertos, que son muy sabios, advierten: “La Muerte, que es muy caprichosa, le gusta hacerse esperar, pero cuando se decide, si alguien se interpone en su camino, y no le permite llegar, indefectiblemente, se toma revancha”.

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