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Juntos por siempre



Aquel tres de Abril, el día se había presentado anubarrado, en el aire se respiraba ya el perfume de la tormenta. Llevaba largas horas trabajando cuando decidí salir a caminar por el muelle. El viento gimoteaba en mis oídos, en tanto que una espesa niebla poco a poco iba enlazando el lugar. Las voces de los pescadores se alejaban cada vez más, hasta confundirse con el suave murmullo del río; ¡habían terminado la jornada! A lo lejos, el aullido ensordecedor de la bocina de un barco rompió la monotonía del silencio estremeciendo las sombras.

Unos metros más adelante, la figura de un viejo marino llamó mi atención. Se hallaba absorto en sus pensamientos, con la mirada fija en los círculos concéntricos que su cigarro dibujaba en el aire; me sentí atraída hacia él como por un imán. El eco de mis pasos lo arrancó de su ensimismamiento y el hombre me observó inquisidoramente. Aquel rostro curtido por el sol denotaba cansancio.

—¿Qué haces sola por aquí muchacha? —Preguntó.

Sus ojos eran de un gris tan claro que podría haberme zambullido dentro de su ser a través de ellos.

— Simplemente caminaba, y al verlo percibí en usted tal tristeza que no pude evitar acercarme —Expliqué.

—¡Para nada mujer! —Dijo elevando una de sus manos hacia el aire, desdeñando mi opinión—, simplemente meditaba…

—¿Le molesta si me siento? —interrogué mientras señalaba el madero que se hallaba a su lado. Sonrió y con un ademán me invitó a hacerlo.

Reflexiono muchacha —expresó—, acerca de ciertos acontecimientos ocurridos a cientos de marinos, mientras que se encuentran internados en las aguas trabajando. Dichos sucesos cruzan el umbral de lo desconocido. ¡Misteriosos diría yo! Me pregunto si estos fueron reales, o hijos de ensueños causados por permanecer tantos días embarcados.

Corría el año 1827; una bella y delicada joven, Elisa, estaba comprometida con El Sargento Mayor de Marina, Francisco Drummond.

Ella misma, con una habilidad increíble, preparaba su propio ajuar. Amaba a aquel hombre, ¡eran el uno para el otro!

Una mañana, llegó la aterradora noticia; su padre y su prometido debían embarcarse para luchar en la guerra con Brasil.

Elisa pasaba horas recluida en su habitación, observando por la ventana el horizonte. Anhelaba verlos llegar triunfantes. Sentada al borde de su lecho, escribía una misiva al dueño de su corazón. El amor rebosaba en su rostro, haciendo brillar aquellos ojos tan negros como el azabache. Junto al tocador descansaba un maniquí enfundado en aquel traje de novia que ella misma estaba confeccionando. Al contemplar aquellos tules y encajes, la emoción henchía su pecho, haciéndola suspirar de pasión; pero era en aquel mismo momento cuando dos grandes manos parecían oprimir su garganta, hasta dejarla sin aliento. ¡Llevaba ya tanto tiempo sin ver a Francisco!… ¡Lo necesitaba tanto! Extrañaba el calor de sus manos y el dulce perfume de su piel.

Los días pasaban inexorables y perversos. ¿Cuándo llegarían?, se preguntaba mientras enjugaba sus lágrimas y continuaba bordando aquel fantástico vestido.

En una tarde apacible, vio llegar el carruaje de su padre.

—¡Regresaron! —gritó pletórica de alegría, mientras corría a recibirlos.

El almirante regresaba solo y… ¡no traía buenas noticias!…, el joven había perdido la vida en el fragor de la guerra. Elisa miró a su padre con ojos espantados…

—Hija, —dijo con voz entrecortada, mientras abrazaba tiernamente a la muchacha— Francisco ha muerto como un héroe, y sus últimos pensamientos fueron para ti. —El almirante abrigó las manos de su pequeña entre las suyas, depositando en ellas el anillo de bodas que le enviara su amado como última voluntad.

Un temblor agitó sus miembros, y la pequeña dama se desplomó en el suelo de rodillas destruida por el dolor. Los espasmos de llanto hacían temblar su cuerpo entero, al tiempo que la sangre pareció congelarse en sus venas. Su progenitor se postró junto a ella, infundiéndole calor con sus brazos.

Desde aquel momento, Elisa no fue la misma, había perdido la razón. Vagaba por la casa con la mirada extraviada. Un año después, ya entrada la noche, cuando la luna se ocultaba tras las desgranadas nubes, se internó en el río con aquel inmaculado vestido de novia.

Desde entonces, cada vez que una barca sufre un accidente, la tripulación asegura haber sido ayudada por una pareja joven. Ella, “hermosa”, con su blanca vestidura flotando en el agua. Él, “gallardo”, enfundado en un traje de gala de la marina. Algunos dicen que después del salvataje, ambos se perdían en la oscuridad, hasta desaparecer en el fondo de las olas del río.

Recuerdo cuando una noche, el firmamento se pintó de negro, y los rayos caían enfurecidos queriendo partir la nave. Nuestra embarcación era como una cáscara de nuez, balanceándose en medio del embravecido río. La dura tormenta nos llevaba de proa a popa y de popa a proa sin piedad hasta que caí por la borda. Y… ¡ahí estaban ellos!, venían hacia mí envueltos en una luz resplandeciente… ¡Maravillosamente bellos! Avanzaban juntos entre las carcomidas piedras e intrincadas malezas, tomados de la mano. Su resplandor brilló justo debajo de mí, y una fuerza sobrenatural me elevó haciéndome echar pie nuevamente sobre la barca. Todo se había aquietado de una manera misteriosa.

Hoy, un compañero mencionaba que muchas personas atestiguan haberlos visto caminando a la margen del río en las noches serenas. Dicen que en ese momento, el cielo parece vestirse de fiesta, y las estrellas brillan aún más, titilando jubilosas en la bóveda azul. Otros aseveran que un profundo aroma especial inunda la atmósfera, mientras que los enamorados ríen y bailan descalzos al compás del rumor de las aguas, hasta cansarse. Pero, antes de que la luna corra a esconderse en su rincón para dar paso a los rayos del día, vuelven a internarse en las aguas hasta desaparecer envueltos en una tela diáfana y blanquísima…

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