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La mala madre



Cansada luego de una jornada laboral pésima, en lo único que podía pensar era en el hecho de poder llegar lo más pronto posible a mi casa. Estaba en la parada del colectivo rodeada por un sin fin de caras desconocidas y en vigilia permanente cuidando mis cosas para evitar que por una distracción me terminaran robando. Lo primero que llamó mi atención fue su risa, propia de una criatura que está jugando despreocupada y divertida. Luego la vi, y me di cuenta.

Descarriada iba y venía, se tiraba a ese suelo por donde miles de zapatos contaminados habían transitado antes. Estaba sucia, sus rulitos despeinados, y un poco desabrigada para la altura del año que corría. Se la veía feliz como a cualquier niño, en sus ojos no se observaba nada más que picardía. Además de la bronca que me produjo verla tan chiquita y desamparada, tenía también algo de pánico porque a la nena se le había ocurrido jugar muy cerca del cordón de la vereda. Pero a nadie pareció importarle demasiado, solo a mí.

No he tenido hijos porque no quise, pero con gusto me la hubiese llevado a casa. Tenía ganas de abrazarla, contenerla, abrigarla, limpiarle la carita, darle un buen plato con sopa como los que me preparaba mi mamá cuando hacía mucho frío; arroparla, contarle un cuento y asegurarle que iba a tener una vida hermosa y feliz. Para cuando me pregunté si esa almita tenía a alguien que la cuidara, apareció su madre ¡y por Dios juro, que me hubiese gustado no conocerla!

La agarró fuerte del brazo, con una brusquedad tan infernal que temí que pudiera arrancárselo. Le tiró del pelo y el primer golpe dio de lleno en sus cachetes sucios de juego (esos quejidos de llanto se quedaron mucho tiempo en mi mente). Cuando se cansó de zarandearla gritándole que parara de llorar, la nena se quedó en silencio, como tragándose la angustia, y la dejó sola, otra vez. No sé qué me dolió más, si los golpes, o las palabras que le dijo.

Los chicos son mágicos... antes de que yo pudiera recomponerme para aguantarme las ganas de meterme, la nenita comenzó a jugar otra vez. Deseaba ponerme a llorar, quería raptarla y traérmela. Sentía odio hacia esa mujer que de amor no entendía nada, mujer que se había convertido en madre mientras muchas otras con un corazón verdaderamente noble no podían serlo. Quise intervenir, pero no hice nada, sólo pude quedarme viéndola para que sintiera que la fulminaba con la mirada. Mala madre, mala, mala...

Pasaron unos días pero no conseguí olvidar a esos ojitos que aún conservaban ese toque infantil y sincero, y la vida nuevamente me puso esa cuota de realidad directamente frente a los ojos, sólo para que entendiera cuan estúpida había sido.

Comenzó con la nota de un noticiero, un barrio humilde, una tragedia. Una mujer hablando y llorando ante las cámaras reclamando justicia, mujer quince años (como mucho), mayor que yo; y pegada a sus piernas, unos rulitos que me resultaron conocidos. La historia me sonó familiar, ya la había escuchado otras veces: un marido celoso que había sido reiteradamente denunciado, un golpeador al que esta vez se le había ido la mano. Me asombró la edad: dieciocho años él, y ella, tan sólo diecisiete.

La mujer que hablaba, la abuela de la nena, era tan ruda y brusca como la madre, y no pude evitar preguntarme si esa joven mujer a la que yo desprecié sin reparo había recibido alguna vez en su vida un poco de amor. Porque yo la juzgué con mis ojos del cuento y las buenas noches de mi padre, con los besos y abrazos y la panza llena por la sopa que me había dado mi madre. La sentencié al odio desde mi crecimiento protegido por la promesa de vida que mis padres me aseguraron.

Apagué el televisor con una amargura callada y me puse a llorar con fuerza por esos rulitos de mirada hermosa que ya no tendrían a una madre, su mamá, y lloré por ella también.

Lloré por esa joven mala madre a la que yo condené sólo con odio, sin mi amor, y sin saber perdonar.



Fin.



Cuento publicado en "La Venganza" - Editorial Dunken 2015

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