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Naick Neck, la laguna de los venadillos



En los alrededores de Naick Neck, durante las noche de febrero, el calor es bochornoso, los mosquitos zumban alrededor de las orejas y quien se aproxime a las orillas de la laguna debe llevar alguna rama de junco para espantarlos. Precisamente eso es lo que hacían las chicas, de otro modo resultaría imposible soportar las largas conversaciones nocturnas que allí tenían, después de cenar.

Habían tomado esa costumbre y nada las demoraba cuando los trastos de la cocina estaban ya acomodados para el día siguiente.

-Vos llevás algo para tirar en el piso- invitaba Flora, la mayor, ya casi adolescente. Daniela, obediente, hizo un bollito con la raída manta cuadriculada y la ubicó bajo el brazo, como siempre. Lucía, la pequeña del grupo, ya estaba lista con una almohada alrededor del cuello y una botellita de agua, por las dudas, colgando de los dedos. Flora se encargaba de las galletas, que todavía tibias acomodó en un bolsito de fibra que pasó lado a lado de su torso y, como siempre, de la linterna.

Así partían una detrás de la otra por el angosto sendero de troncos transversales que formaban el camino sobre las aguas de la orilla. Por suerte ahí estaban los juncos, arrancaron tres ramitas.

-¡Ya me estaban aturdiendo estos mosquitos!- se quejó Daniela, la más quisquillosa. Abajo, las palometas arremolinaban el agua y las onditas viajaban hasta envolver a los camalotes, rodeándolos por completo; desde arriba los manojos de estrellas iluminaban apenas el sendero bordeado de achiras que sobrepasaban largamente la altura de las chicas. Caminaron en fila india para evitar que las achiras rasparan sus costados. Aun no se divisaba la luna esa noche, reinaba la negrura, pero no les daba miedo, conocían la laguna, les divertía la rutina.

Esa noche le tocaba a Lucía elegir la melodía que las acompañaría hasta su destino, a los pocos pasos sobre el senderito empezó a tararear, en arpegio, con la cadencia que la distinguía: Qom -tumtumtumtum... Qom -tumtumtumtum... Qom mientras musicalizaba saltando sobre los troncos y las otras la siguieron, era una melodía conocida, desde chiquitas la escuchaban porque Amambay, su mamá de leche, era Qom y la canturreaba siempre, se había ido hacía ya un año en el parto de su quinto niño. Esta música las inspiraba, les apuraba el paso y la imaginación. El chasquido lejano de las patas de los venados parecía armonizar.

La brisa del final del sendero ya se adivinaba, sutil, y hacía bailar las breves polleritas de las chicas, los cabellos sueltos de las tres ondulaban, brinco a brinco. Tuvieron que sortear la inmensa raíz del árbol negro, nombrado como Nawe'epaq por la comunidad, que había crecido hasta entorpecer el ordenamiento de las maderas del sendero, habiendo sacado de su lugar a varias, en su afán por lucirse, a lo largo de tantos años. Por fin llegaron, Daniela acomodó la manta sobre el piso de tablas planas del mirador, Lucía tiró al medio la almohada y allí apoyaron sus cabezas; recostadas en distintas direcciones y mirando las estrellas se dejaron llevar por el murmullo de las ranas y los grillos.

Mientras dibujaban arabescos con las ramitas de junco espantando a los mosquitos, las tres cerraron los ojos a la espera de que surgiera la aventura enredada entre sus reminiscencias. -¿Se acuerdan del día que nos escapamos a la isla?- soltó Flora. Ella era casi siempre, quien inauguraba el tema. -¡Dale, contanos otra vez lo que pasó cuando entraste a la cueva!- rogó Daniela.

Todas sabían que después de una o dos anécdotas se adormecería y las más chicas tenían su secreto, entusiasmadas se miraban con risitas, ya que cuando Flora iba bajando la voz en sus relatos y se quedaba dormida, con su cabeza rendida hacia el costado, hablaba entre sueños, entonces ellas le hacían preguntas a las que Flora respondía. Siempre respondía. Al día siguiente, durante el desayuno, cuando se lo contaran, Flora se reiría sin creerles nunca, una sola palabra.

Pero esa noche, cuando Flora estuvo exhausta, como otras veces: -Tamanduá- Surgió una grave voz de la boca de Flora. -Tamanduá Tamanduá- con desesperación repetía.

-¿Cómo? ¿qué es Tamanduá , Flora?- dijo Lucía, ansiosa y un poquito asustada. -Shhh, no la molestes- la detuvo Daniela, - a ver si se despierta y se enoja, ya sabés que no nos cree, dejémosla tranquila- Tamanduá es el oso hormiguero.

Miren en el Nawe'epaq- siguió Flora con una grave voz de dormida, ahora moviendo bruscamente el brazo y señalando al árbol negro que movía sus ramas. Tal vez por la brisa.

-Soy el piagonak y te encontré Tamanduá, bajá bajá. Te ordeno: ¡sigue tu camino sin molestarnos!-

Daniela y Lucía se sentaron de un solo impulso, mirando para todos lados, pero a su alrededor todo parecía estático, como pintado en un lienzo. Al frente, por detrás de la isla se iba asomando la luna y la sombra de los ceibos inclinados sobre la orilla se reflejaba en el agua como en un espejo perfecto; podía percibirse el silencio, ninguna rana croaba, ni el saltito de un grillo se escuchaba, de los venados ni noticias, hasta las palometas se habían retirado, porque ninguna saltaba a comer las miguitas caídas de sus galletas, que flotaban inmóviles. La más pequeña revolvió el bolsito buscando la linterna, aunque no hacía falta, la noche se había iluminado lo suficiente. Y un silencio lejano de las patas de los venados las envolvía.

Daniela le sujetó la mano a Lucía para señalarle el árbol negro sobre el camino, no podía o no quería hablar, -¡¡Se mueve!!- dijo bajito Lucía, -es el viento, no te preocupes- siguió rápido para tranquilizarse, aunque ni una brisa las rozaba.

-¡¡¡Tamanduá!!!- grito Flora, por detrás de las chicas, agitada y tratando de cubrirlas con sus brazos ya que por el susto habían saltado varios pasos, alejándose. Tenía el rostro transformado, su figura parecía otra, encorvada y con los ojos cerrados. La manta cuadriculada le cubría la cabeza. De todos modos, por alguna razón inexplicable, les dio sensación de protección.

-Ya no quedan osos hormigueros por acá, los blanco los exterminaron, me lo contó Amambay- recordó Daniela ya de pie, recuperando el habla.

-Lo avisó el anciano sabio, el piagonák, recién, ¿acaso no lo escucharon?- insistió Flora.

-Está en lo alto del Nawe'epaq, me lo dijo- Y en ese mismo instante abrió los ojos tan grandes como pudo. Como haciendo fuerza para ver lo que ya no veía.

En unos segundos tres palometas competían por las migas flotantes, la imagen de la luna se estiró cimbreante en el medio de la laguna y dos ranas se lanzaban desde la orilla, persiguiéndose. Había que regresar, se había hecho tarde. Juntaron sus cositas y retomaron el camino, calladitas y muy serias, formando la fila india para evitar que las achiras rasparan sus costados.

A la mañana siguiente, ninguna mencionó los enormes arañazos que avistaron al sortear las raíces del Nawe'epaq, en la vuelta a casa.

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