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El príncipe distraído



No existía un territorio más rico que el de Panilandia, el cual debía su nombre al gran sembrado de trigo que poseían. De allí obtenían la harina que luego vendían a otros reinos para la fabricación del pan. Dicho reino estaba gobernado por Naiara y Pedro de La Puerta. Estos reyes tenían un único hijo y sucesor de la corona, Marcos de La Puerta, quien era la persona más distraída y atolondrada que existía sobre la faz de la tierra. Sus padres rogaban mucho a Dios por él, temían que un día no pudiera hacerse cargo del reino que heredaría.

Cuando despertaba en las mañanas, si la servidumbre de palacio no había descorrido los pesados cortinados que cubrían el ventanal, creía que aún no había amanecido, así que se arrebujaba en la cama y seguía durmiendo.

Aquella mañana, Anita llegó con el desayuno para Marcos y abrió la ventana de par en par. Apoyó la bandeja sobre una mesa ratona de la habitación y se retiró. El príncipe, antes de desayunar se levantó a lavarse la cara y los dientes, pero el atolondrado, en lugar de utilizar pasta dental usó el ungüento para quemaduras. ¡¡Puajjjj!!, esto le produjo tal asquito que las arcadas se escucharon en todo el castillo; en el ala oeste, este, norte y sur. ¡¡Aaaaajjjjj!!, gritaba sacando su lengua hasta el mentón, mientras que corría a tomar el café para quitarse ese horrendo sabor..., ¡misión imposible!, el gusto perduraba. Luego, encomendaba a Dios su día pidiendo protección. Una vez listo, al salir de su alcoba se deslizaba por el pasamano de la escalera que llevaba al salón central. Cada día, olvidaba detenerse al llegar al final del mismo y caía de traste al piso, lo que le producía un gran dolor en sus nalgas, de las cuales salían como disparadas miles de estrellitas de colores. Los criados se destornillaban de risa en la puerta de la cocina, ¡esperaban ese momento!

Sus padres no sabían ya que hacer con él. Había heredado el despiste de su abuelo materno, y como bien sabemos, lo que se hereda, no se compra.

Sería bestia, pero eso sí, ¡guapísimo! Alto, elegante y de hermoso semblante. Bajo su amplia y perfecta frente, resaltaban dos grandes ojos negros y una nariz rectilínea. Poseía una atractiva sonrisa. Su rostro anguloso estaba enmarcado por largos y ensortijados cabellos color azabache.

Aquella mañana montó su caballo bayo y cabalgó durante horas por el bosque. La brisa acariciaba su cara cuando alcanzó a oír una voz femenina pidiendo auxilio.

—¡Help!, ¡S.O.S!, ¡help! —gritaba ella.

—¡Una doncella en apuros!, ¡vamos Florentino!, —ordenó a su caballo bayo.

Al llegar al lugar en cuestión, una bella joven se hallaba sentada sobre la rama de un árbol, sin poder bajarse.

—¡No temas muchacha!, allí voy, ¡yo te socorreré! —dijo al mismo tiempo que se acercaba a ella, haciendo andar muy lentamente a Florentino.

Una vez ubicado debajo de la muchacha, y estando aún sobre su caballo bayo, estiró ambos brazos para sujetarla, olvidando un pequeño detalle: ¡sujetarse!, motivo por el cual fue resbalando de la montura hacia un costado, cayendo al piso panza arriba con los brazos y piernas extendidas en el mismísimo momento en que la rama donde descansaba la damisela, se quebró. Marcos sirvió de colchón para la joven, pero el leño, fue a dar justito sobre la cabeza del príncipe, desmayándolo. Florentino, el caballo bayo, quitó el tronco con su hocico y comenzó a darle lengüetazos en la cara hasta reanimarlo. Marcos abrió sus ojos, y al ver a la delicada preciosura que tenía delante, preguntó:

—¿Eres un ángel?, ¿estoy en el cielo?, ¿te envió el Señor a mi vida?

—No, valiente príncipe, soy Chabela Astillas, hija de Carlos, el monarca que regentea Anilandia, al norte de este país.

El joven, no podía creer lo que estaba viviendo. Inmediatamente quedó prendado de esa hermosa criatura. Sus ojos verdes y rasgados, lo veían con dulzura, al tiempo que una cascada de largos y lacios cabellos negros rodeaban con gracia aquel rostro maravilloso. Con esfuerzo Marcos se puso en pie, y sentó a Chabela sobre las ancas de su caballo bayo, montando luego él, por supuesto, con sumo cuidado esta vez. Juntos, partieron rumbo al castillo donde habitaba Chabela, la doncella.

Los padres de Chabela agradecidos mandaron curar las heridas de nuestro amigo, quien se despidió hasta el otro día. ¡No pensaba perderse aquella belleza!, ¡era la mujer de su corazón!, algo en su interior le decía, que aquella era la mujer de su vida.

Al salir, estaba tan atontado por su enamoramiento, que había olvidado totalmente a Florentino, y comenzó a caminar hacia su palacio. El potranco que reposaba tirado sobre el pasto, al verlo venir pensó:

—¡Se acabó la tranquilidad! —cubriéndose la cabeza con las patas delanteras. Pero, asombrado, observó que el muchacho se iba a pie; aunque no sé el porqué de su sorpresa, ya que aquella no era la primera vez que lo dejaba olvidado. El caballo bayo, aprovechó la oportunidad, y el muy pícaro se incorporó y comenzó a andar despacito detrás del príncipe a una distancia prudencial para no ser descubierto; apenas tocaba el suelo con la punta de sus cascos. Cada tanto se escondía detrás de un árbol espiando al príncipe, quien debido a su enamoramiento estaba más distraído que de costumbre. Ya en su casa, los sirvientes preguntaron por Florentino. El joven se golpeó la frente con la mano diciendo:

—¡Ups!, ¡lo dejé en Anilandia! — Los criados ya estaban acostumbrados a esto, así que no se preocuparon, ya que seguramente detrás de él llegaría el animal al tranco manso.

Patricio el mayordomo salió a recibirlo:

—¡Por favor, apúrese señor, sus padres lo esperan en el salón principal y no tienen buenas noticias.

—¿Qué sucede? —preguntó entrando como una tromba.

—Hijo, estoy muy preocupado, ―dijo su padre al verlo― los reinos del oeste y del este, nos declaran la guerra, anhelan conquistar nuestras tierras. Ellos al estar unidos nos doblan en cantidad de hombres, nos derribarán en un instante.

—Podemos solicitar ayuda a los monarcas de Anilandia, hoy salvé a su hija Chabela y vengo de dejarla con sus padres quienes están más que agradecidos; ¡unidos venceremos!

Y… ¡así fue!, el reino del sur les prestó ayuda.

Marcos de La Puerta, a pesar de su torpeza y distracción luchó como un valiente para defender su territorio. Durante el fragor de la batalla, nuestro amigo observó que había sangre en una de sus botas, y tomando un pañuelo se agachó para limpiarla, justo en el momento en que el Capitán del bando contrario iba hacia él a todo galope, lanza en mano apuntando a su corazón. Debido al ímpetu que llevaba, éste salió volando de la montura y cayó rodando por el barranco, hasta quedar estampillado contra un cactus cabeza abajo y piernas arriba; abiertas las mismas contra los brazos del cacto. El resto de la tropa enemiga se rindió enarbolando diez banderas blancas, por temor a que una sola no fuese vista por el enemigo. ¿Por qué claudicaron?, pues porque el setenta por ciento de sus hombres estaban averiados. Uno tenía una flecha clavada en su hombro, a otro los pantalones se le habían rajado en la cola, al Sargento Primero se le despegaron las suelas del calzado, al Teniente una flecha le había arrancado el peluquín y el resto estaban todos magullados.

Nuestro príncipe regresó junto a sus padres con grandes honores, y agradecieron a Dios por la batalla ganada.

Los gobernantes de Panilandia junto a su hijo visitaron luego a los gobernantes de Anilandia, con el fin de solicitar la mano de Chabela para su hijo Marcos.

Una semana más tarde, ambos contrajeron enlace, la doncella se convirtió en la feliz esposa de nuestro protagonista, pasando de esta manera a llamarse: Chabela Astillas de La Puerta.

El festejo duró varios días, y en él participaron todas las personas que habitaban aquellos dos inmensos territorios. Hubo música, danzas, risas y cánticos. ¡Todo el reino se había vestido de fiesta! Desde los balcones de las pintorescas casitas, colgaban guirnaldas de diferentes colores, los pájaros cantaban, los perros ladraban y los gatos maullaban.

Y… también, para Florentino, llegó el amor. Ataviado con las galas reales, conoció en tal ocasión a Margarita, una hermosa y blanca potranca que le hacía ojitos desde el otro lado de la calle inclinando su cabeza hacia un costado toda ruborizada.

Y… colorín colorado, este cuento ha terminado...

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