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La tormenta



Exhausta y con las piernas temblorosas llegué al borde del camino, me quedé viendo alejarse el último ómnibus del día de hoy, tuve que venir corriendo, aunque mi casa estaba relativamente cerca, me sorprendió que llegara a horario, casi nunca lo hacía.


Se alejaba despacio, bamboleante, a causa de los baches, lo perseguía una nube de polvo que iba creciendo a medida que elevaba la velocidad. Aún conservaba vestigios del color naranja característico de los colectivos escolares, ahora confinado a estos lares.

Me invadió la desolación cuando te busqué desesperadamente entre la gente y vos no estabas ahí. Al cabo de un rato, no quedaba nadie; algunos se fueron en los pocos taxis que venían a esperar el micro, otros se fueron con sus familiares que los esperaban; sólo un viajero quedó bajo el alero del bar, parecía preocupado por temor a que hubieran olvidado recogerlo.


El viejo almacén y bar del pueblo que oficiaba de terminal quedó vacío, se oía el ruido de las tazas, que el dueño colocaba sin ningún cuidado, en la repisa de alambre para que escurrieran. El mozo comenzó a cerrar rápidamente las persianas; al tiempo que acomodaba las mesas y sillas a los empujones, sin disimular su apuro por irse pronto.


Una ráfaga de aire caliente y sofocante me sorprendió golpeándome la cara con tanta fuerza que me hizo perder el equilibrio, escapándose por la calle cuesta abajo, girando sobre sí misma y haciendo elevar un remolino de tierra, presagio de la tormenta que se avecina; instante seguido percibí la quietud que antecede a la tormenta.


Sin esperar más ruge la tormenta sobre el ocaso, las sombras apuran su presencia, sólo los destellos de los fugaces rayos iluminan el firmamento, haciendo aparecer y desaparecer a cada instante la torre de la iglesia.


Los truenos hacen crujir los vidrios de las ventanas de las pocas casas que hay en el paraje; preludio de una noche impasible; las aves buscan refugio en los nidos de los álamos que bordean la laguna queriendo cobijar a sus pichones; la alameda se estremece con las ráfagas de viento huracanado; las perdices tratan de guarecerse entre las frondosas matas; el cielo brama como un dragón enfurecido sobre mi cabeza, los nubarrones negros me alcanzan; al fin corro de regreso hacia la casa que ahora parece estar más lejos que antes.


Al alcanzar la galería, las primeras gotas comienzan a caer, mientras el corazón parece querer salirse de mí; apoyo la mano sobre mi pecho para contenerlo, temiendo lo peor... aunque lo peor es que no hayas venido.


Las gotas son cada vez más frecuentes hasta convertirse en torrencial lluvia, el agua me salpica sin importarle que he comenzado a temblar; el patio rebalsa y el agua escurre como un torrente incontenible por las canaletas acarreando las últimas hojas del otoño como barcos de papel a la deriva; algunas intentan resistirse, pero el agua aumenta su caudal de repente y se las lleva sin piedad.


No tengo noción del tiempo transcurrido, en cambio, tomo conciencia de la oquedad que me provoca tu ausencia, temiendo otra noche sin ti, un súbito mareo me hace tambalear por un momento; un día más esperando tu regreso, ya no recuerdo cuantos van, sólo sé que te espero.


Con la mirada extraviada, no logro captar lo que sucede a mi alrededor, quizás me niego a registrar que tu figura se recorta bajo la tormenta que arrecia, iluminándose con cada relámpago; todo de negro, botas, capa y sombrero, con tu inconfundible sonrisa; de pie, inmóvil, empapado y con los brazos abiertos.


Sin importarme si es real o una alucinación corro a tus brazos, nos besamos infinitas veces, por todas las veces que quisimos y no pudimos, empapados por la torrencial lluvia.



Cuento Publicado en "La Venganza"

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