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La piedra



Aquel domingo se había presentado lluvioso, y los grises nubarrones que poblaban el cielo no presagiaban un cambio de tiempo. Decidí entonces aprovechar el día visitando el museo “Cornelio Saavedra”. ¡Me fascinan los museos!, especialmente los de historia. ¡Podría perderme zambullida dentro de ellos!

El lugar en cuestión está rodeado por un enorme jardín con frondosos árboles, allí las palmeras se convierten en las vedettes del lugar, ¡todo un deleite para los ojos! Mi atención fue atraída por los cañones que allí se exponen. ¡Guauuu!, ¡qué sensación maravillosa me produjo tenerlos ahí!, poder tocarlos, palpar aquel hierro rugoso, áspero, granuloso y desgastado. El sólo hecho de pensar que en épocas muy lejanas, manos de soldados, afanosas, trenzadas en una lucha sin cuartel, se habían apoyado sobre aquellas piezas, me conmocionó hasta la médula.

Mis oídos comenzaron a zumbar, y emergiendo entre una bruma, el campo de combate apareció ante mis ojos. Hombres ensangrentados, arrastrándose sobre el polvo, con aquellos uniformes sucios de tierra y de fango. Alaridos de dolor penetraban mis oídos, caballos sin sus jinetes rodaban aturdidos. Aquella imagen se hizo tan nítida que un escalofrío sacudió mi alma. Tropecé con algo de metal, pensé que era una ballesta, pero no, se trataba de una placa de bronce conmemoratoria, la misma me sacó de aquel ensueño de horror, muerte y desesperación. Ella se enseñoreaba delante de uno de los cañones. Parece ser que Baldomero Fernández Moreno a modo de homenaje, le había dedicado una poesía.

Inquieta aún, traspasé las puertas de aquella casona del tipo neocolonial y deambulé por cada una de las salas. En el salón principal, muñecos de cera representaban a diferentes personajes históricos montados sobre una especie de escenario, donde supuestamente mantenían tertulias unos con otros. Los hombres y mujeres estaban vestidos con trajes de época.

En uno de los salones, un mueble de madera lustrada con arabescos dorados me atrajo como un imán. Junto al mismo, colgada de un ganchillo había una pequeña y muy antigua llave. Seguramente —pensé—, pertenece a este armario, sin titubear, la tomé y sí, abrió la puerta tal como lo había pensado. Allí, en uno de sus estantes yacía un objeto brillante, el mismo irradiaba mucha luz, mientras que el resto de la habitación permanecía en penumbras como si la oscuridad de la noche hubiese llegado con anticipación. Era como si el resplandor que emanaba aquella pieza me hubiese hipnotizado, no podía apartar mi mirada de ella. Temerosa, estiré uno de mis brazos hacia ésta, y al apenas tocarla su fulgor desapareció, quedando el lugar en una total negrura tenebrosa. Sostenía entre mis manos aquel extraño elemento que era nada más y nada menos que una piedra pulida, sin bordes, chata y gris, como las que descansan cerca del mar, donde el agua salada las lame hasta alisarlas totalmente.

Ni bien tuve la piedra en mis manos, el museo cobró vida propia, en las diferentes salas se encendieron las grandes arañas de cristal que pendían del techo. ¡Estaban de fiesta!, ya no eran maniquíes, sino personas de carne y hueso que bebían y reían, que charlaban y comían. Habían descorrido los pesados cortinados y el viento acarreaba un suave olor a jazmines desde el jardín. El sol había muerto ya en el horizonte. Una mujer tocaba el piano, sus gráciles dedos se deslizaban suaves y rápidos sobre el teclado, mientras una delicada y dulce melodía fascinaba a los expectadores cautivándolos con sus deleitosos acordes. Aún no había salido de mi asombro, cuando experimenté una gran fuerza proveniente de aquella piedra que aún conservaba entre mis dedos. Una potencia extraordinaria, me elevaba cada vez más y más hacia arriba sin que yo pudiese hacer nada al respecto. Alcancé una altura desde la cual podía observarlo todo. Al ascender, me embargó una sensación de autodominio, placidez y relax. Ninguno de los presentes podía verme, pero…, extrañamente ¡yo sí a ellos! Recorrí cada alcoba. En una de ellas yacía sobre una cama aquella mujer de unos cincuenta años aproximadamente, la pobre parecía sufrir mucho, como si la angustia y la depresión la hubiesen apresado. Estaba tapada hasta la cabeza con una manta color escarlata, y su cuerpo se dibujaba sobre el lecho en posición fetal. Los festejantes parecían no recordarla. Una inesperada y rara representación dominó mi mente, y como si se tratara de una proyección, su vida pasó frente a mis ojos. Su madre había fallecido cuando ella apenas tenía quince años. Su padre se había vuelto a casar al año de quedar viudo. Éste tenía una personalidad sádica, sólo era feliz cuando los demás lloraban. Siendo éste un hombre poderoso y temido por todos contrató un par de matones para asesinar al joven que pretendía casarse con su hija. Su segunda esposa harta de padecer malos tratos lo abandonó, y éste herido en su orgullo se suicidó. La joven jamás pudo recuperarse y atormentada se encerró en aquel cuarto para siempre.

¡Había allí olor a enfermedad y muerte! Prácticamente huí de aquella habitación, dolía ver tanto padecimiento.

En las escaleras, me encontré con un perro marrón, bonito, pequeño, peludo y alegre; ese personaje de cuatro patas sí notó mi presencia; ellos tienen una percepción especial. No dejaba de juguetearme y ladrar, temí ser descubierta y apretando fuertemente la piedra me alejé velozmente. Al aflojar la presión que mis manos ejercían sobre la roca pude descender. Salí al patio por un pórtico lateral. Puertas y ventanas desembocaban en él. Guardaba en su seno un aljibe, muchas plantas colgantes, ramas y un sinnúmero de hojas verdes y alargadas que se enredaban unas con otras, enraizadas dentro de un cantero. Una especie de ladrillos anchos y gastados conformaban el suelo. La verja de entrada al jardín estaba abierta, la atravesé y descubrí allí un camino encantador, pleno de flores multicolores. Eran alucinantemente delicadas y brillaban como un lucero, intenté cortar una de ellas, pero…, se esfumaban como la bruma entre mis manos. Continuaba un sendero sinuoso, demasiado oscuro para mi gusto, así que ya no quise seguir adelante, aquello no me estaba gustando nada, era tenebroso, lúgubre y siniestro. Sobre un banco de piedra encontré una lámpara a kerosene. Tenía combustible y como llevaba una caja de cerillos en mi bolsillo, la encendí, pudiendo de esa manera continuar mi recorrido. El piso estaba pegajoso, plagado de bichos, matorrales, maderas, clavos, e incluso cuchillos de pelea. Ramas hostiles arañaban mi piel. Me invadió el pánico y un deseo imperioso de huir de aquel lugar. Apuré el paso hasta dar con un portón de hierro, costó, pero pude abrirlo, los goznes rechinaron carcomidos por el óxido. Y…, allí estaba yo, parada en medio de la vereda del museo. Una niebla espesa tapizaba el espacio. No había nadie por los alrededores, el terror fue tal, que me dieron ganas de volver a entrar, y…, ¡por supuesto lo hice!, pero por la puerta principal. Ni bien me adentré, quedé más que alelada por lo que avistaba desde mi lugar. Si miraba desde el jardín hacia la espléndida casona, no se veían grandes luces, y al espiar por las ventanas, aquellos que apenas hacía media hora eran personas de carne y hueso que bailaban, comían, bebían y reían, habían vuelto a ser muñecos de cera como siempre, sin movimiento alguno, y cada uno ocupando su lugar.

Junto al museo, en el jardín principal había un enorme lago del cual manaban vapores nocturnos, me acerqué, pero con tan mala suerte que resbalé y caí. Flotaba sobre el agua y al no encontrar ningún asidero iba a la deriva. Llevaba la piedra en el bolsillo, pero ésta no hacía peso, era demasiado liviana. Intenté bucear, mas la misma fuerza del agua, me empujaba hacia arriba. A pesar de mis esfuerzos me mantenía siempre en el mismo lugar. Busqué algo pesado para poder bajar, ¡no lo encontré!, ya el frío calaba mis huesos. En el fondo, las piedras se hallaban recubiertas por una especie de gelatina y cada vez que quería sujetarme, volvía a caer, ¡era imposible avanzar! Con gran esfuerzo, logré llegar a lo que parecía ser una escalera, ¡sí, era la orilla!

Caminé unos metros entre la bruma, había allí un silencio ensordecedor. A tan sólo unos pasos descubrí la casa de los peones, ¡dormían!

Regresé al museo, ni bien traspasé la puerta, lo que desde afuera se veía quieto, adentro continuaba con la fiesta como si nada hubiese ocurrido, y toda yo, una vez más andaba moviéndome por el aire. Velozmente, me dirigí al cuarto donde había encontrado aquella roca y la regresé a su lugar. Al depositarla en su estante, la misma comenzó a brillar nuevamente. Cerré con llave el pequeño armario, e inmediatamente dejé de flotar. Luego, pasé caminando entre los invitados como si fuese invisible. Un hombre me observaba sonriendo enigmáticamente, pero, al instante advertí que no era a mí a quien miraba, sus ojos estaban fijos quién sabe en qué punto del salón, ¡no me veía realmente! Salí de allí lo más rápido que me respondían las piernas. Las hojas húmedas de los arbustos lamían mi rostro, apreté fuertemente mis párpados, y al abrirlos…, ¡no eran plantas!, era la lengua de Samy, mi perra. ¡Estaba en mi cama!…, ni museo, ni muñecos de cera, ni lago…

─¡Qué alivio!, todo había sido un sueño —pensé. Serenamente colé ambas manos entre mi cabello para echarlo sobre la almohada y…, al hacerlo, caí en la cuenta de que…, ¡estaba mojado!, y conservaba aún el aroma del agua estancada…

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