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Un gran aprendizaje




Desde que llegó al campamento de Médicos sin frontera ─ casi tres meses ya ─ su vida había cambiado de manera radical.

Lo que supuso una aventura, para su flamante título de médico, en realidad se veía mas parecido a una pesadilla.

Las carencias para la vida diaria y la lucha por conseguir la medicación, sobre todo para esos niños que las madres desesperadas acercaban con graves problemas de salud era tarea cotidiana.

A pesar de todo, la relación con sus compañeros crecía con el correr del tiempo. En algunos casos se convertía en admiración y a veces hasta en asombro al presenciar actitudes de las que él no se creía capaz.

Escuchó muchas veces palabras como solidaridad, apoyo, compañerismo y confianza. Sin embargo él, íntimamente, sólo quería volver a la comodidad y tranquilidad de su casa, aquella en la cual vivió desde que tenía uso de razón y la que, según recapacitaba en silencio, no debió haber abandonado nunca. Se sentía un inútil para enfrentar tantos problemas.

El tiempo transcurría así, difícil y lento. Su compromiso era por un año y lo que faltaba se le volvía eterno.

Lo que más le gustaba del día, era la noche. Ver ese cielo tachonado de estrellas en medio de un silencio absoluto, estremecía. Era fascinante observar la inmensidad de ese océano iluminado.

Con sus más y sus menos todo transcurría de manera dificultosa y a la vez monótona.

Hasta esa noche en que todo cambió de repente, la paz se convirtió en guerra, la serenidad en temor y la monotonía en sorpresa.

Esa realidad que terminaba convirtiéndose en rutina fue dramáticamente interrumpida por un suceso inesperado. El ataque feroz de una tribu hostil y la presencia de extraños, mientras que todos dormían, los dejó sin alimentos, casi sin agua, con las tiendas de lona destruidas y sin posibilidades de asistencia.

En medio del ataque tuvo una reacción instintiva. Con su cuerpo cubrió a dos pequeños que habían quedado conectados al suero la tarde anterior. Los abrazó y los empujó debajo de una camilla. Eso impidió que los restos de una de las vitrinas destrozada lastimaran a los niños.

Cuando la calma retornó en medio del desastre, sus compañeros lo abrazaron y felicitaron por el gesto. Parecían sorprendidos, sin darse cuenta que en realidad el más asombrado era él mismo.

─ Creo que esto fue solo una advertencia, dijo el médico en jefe. Debemos presentar un informe para mudarnos lo antes posible.

Pero no todo terminó ahí.

Faltaban seis días para que volviera a pasar el camión que los proveía y debían conseguir todo lo necesario para protegerse del frío de la noche y del calor del día. Además de agua y alimentos para saciar el hambre y la deshidratación.

Se decidió por sorteo quien cruzaría parte del desierto hasta el oasis más cercano, en búsqueda de ayuda. Sorteo limpio y sin vueltas. Le tocó a él.

Intentó expresar algo, pero al ver la mirada de todos apuntándole directamente a los ojos, como diciendo prohibido protestar, no lo hizo.

Salió al atardecer, abrigado con todo lo que tenía, más lo que le dieron.

Partió al caer el sol y después de caminar toda la noche su cuerpo agotado y helado le llevo a pensar que moriría en el intento.

Sin embargo, el calor comenzó a asediarlo y lo obligó a sacarse la ropa. Prenda por prenda fue quedando tendida en la arena como si dejase señalado el camino de regreso.

De pronto, vio a lo lejos la imagen de una casa y supuso que se trataba de un espejismo.

El desierto me está jugando una mala pasada —pensó ─ recordando todas las leyendas escuchadas sobre sus traiciones. Pero la imagen se agrandaba más y más a medida que se iba acercando

¿Es una casa? ─se preguntaba, mientras caminaba con dificultad hasta ella. Finalmente llegó. Se paró frente a una pared de listones con una ventana, había allí una especie de banco y sobre él una silla, una toalla, y una mochila que se veía cargada. Todo sostenido por un poste en la parte de atrás.

Su desconcierto no tenía límites.

Definitivamente no era una casa.

Solo era un muro de madera. No tenía techo, ni piso, ni nada que indicara que alguien pudo haber vivido allí alguna vez.

Desesperado como estaba abrió la mochila sin más. Y allí, milagrosamente había agua y había pan y dos notas.

Las desplegó y leyó la primera en voz alta como si alguien pudiera escucharlo.

Lo que decía lo había leído en alguna parte pero no recordaba el autor. .

“Dios creó el desierto para que el hombre aprenda a sonreír cuando vea las palmeras”

Cuando iba a leer la segunda nota, una lagartija que pasaba rápidamente por su costado, se detuvo, giró su cabeza y lo miró.

Entonces, el doctor, como si aquel bicharraco fuera una persona le preguntó:

─ ¿Oíste? El reptil no se inmutó, estaba quieto, estático.

─ Veamos que dice aquí.— continuó.

“En tu camino de regreso vuelve a este lugar y deja alivio para otro caminante.”

─ Primero hay que llegar ─dijo. El animalito pareció estar de acuerdo porque rápidamente se esfumó.

Se sentó de cara frente a lo que consideró un milagro.. Tomó el agua despacio ─ tal cual le habían explicado ─ luego también masticando mucho cada bocado, se comió todo el pan.

Estando ya recuperado a medias, los sentimientos se le mezclaron

Una experiencia de vida que jamás hubiese podido tener vivido en la comodidad de su entorno natural, transformó esa pared en un espejo, mostrándole otro lado de su persona. Pensó que tal vez más que una prueba, era una oportunidad. Decidido a seguir hasta el final, con esfuerzo se puso de pié y levantó la vista.

Prodigiosamente a lo lejos, lo vio.

Allí estaba el Oasis; las palmeras y los manantiales Rezando para que lo que divisaba no fuera un espejismo por primera vez en muchas horas, recordando lo que había leído y dueño de una valentía desconocida, sonrió.


Dedicado a Andrés Mariatti

Un valiente médico perteneciente a uno de estos grupos de “Médicos sin fronteras”

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