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El Pozo de Moebius




La llamada lo sorprendió. Salió de su casa apurado y no se había dado cuenta. La carpeta con el proyecto que tenía que presentar, se le quedo en el escritorio. Volvió sobre sus pasos y se dirigió a su edificio. Solo eran algunas cuadras. ¿Cómo pudo olvidarse algo tan urgente? Y claro, uno tiene mil cosas en la cabeza. Que tenía que buscar a los chicos, su mujer en cama, la niñera que no pudo venir. ¡No había empezado la mañana y ya todo era un problema!

Vio el kiosco y fue.

– Dame un café chico y una caja de chicles de menta. ¿Cuánto es?

Pagó y siguió su camino.

Estaba fresco y al querer acomodar el portafolio, un poco de líquido caliente se le cae en el zapato y mancha la botamanga de su pantalón gris. Tiro con bronca el café a la calle

– ¡Pero la pu…!

sin terminar la frase, se queja a un ente imaginario

- ¡Que día de miércoles, che! ¡Ahora hay que agregar la tintorería!

Justo pasaba por su entrada

- ¡Bue…! Me cambio y a la tarde traigo todo.

Ya ve el frente de su edificio. Empuja sus pasos para ir más rápido. La puerta está a un par de metros. Busca su llave. Se mira los bolsillos. La encuentra y se dispone a abrir. Cuando la empuña y quiere encontrar la cerradura, solo tiene la calle al frente.

- ¿Pero qué pasó? No estaba en… ¡Huuu... estoy hecho un bobo!

Miró a su alrededor para ubicarse. Vio el kiosco.

– Me voy a comprar un café, se ve que todavía estoy dormido. }

Ya frente al local pide

- Dame un café chico y una caja de chicles de menta. ¿Cuánto es?

Pagó y siguió su camino.

Sobre que me aparecen mil problemas y no tengo tiempo, encima, imagino cosas.

Iba a acomodar su portafolios para tomar el café y una sensación de deja vu, le advirtió.

Con calma y despacio, pudo a arreglarse. Tomó un sorbo del negro y tibio estimulante.

Paso sonriendo por la puerta de la tintorería. Miro la hora. Estaba bien. Tenía tiempo.

Cruzando la calle se veía su edificio. Se detuvo. Miro bien a todos lados y cruzó. Busco sus llaves.

– ¡Dónde carajo…!

Tropezó con el cordón y se cayó. Una mano fuerte lo ayuda a levantarse.

– ¿Señor está bien?

Le pregunto un hombre. Por su ropa, seguro albañil. Los cayos en sus manos lo confirmaban.

– Si gracias, muy amable. Cruce la calle y tropecé.

- Yo lo vi en el suelo. No me di cuenta ni de donde salió. ¿No se lastimó?

- No gracias. Ya… bien. Muchas gracias. – Dijo y se fue caminando rápido.

Hasta pasar unos segundos, no se dio cuenta de en donde estaba. No se podía orientar. No se encontraba ni cerca de su edificio. ¡Donde carajos se había metido! Pensó con bronca.

- ¿Qué miércoles pasa?

Dio vuelta a la esquina y vio el kiosco.

-¿No pasé ya por acá? ¡Pero estoy acá!

Todas las enfermedades mentales, pasaron revista por su mente. Desde los simples lapsus de memoria hasta el principio de un alzhéimer. Mientras caminaba hundido en su lógica, descubrió el ahora fantasmagórico kiosco. ¿No le pondrán algo al café? Millones de teorías conspirativas agujerearon su cerebro.

- ¿Qué hijos de...? ¡Me salve de casualidad! - Se decía.

Revisó la hora. Increíblemente, todo debe haber sucedido en segundos. El tiempo seguía bien. Todavía podía llegar a su oficina. Luego vería que haría con esos atorrantes…

Como para descolgarse de todo lo que le paso, empezó a buscar algo que lo distraiga. Vio un cartel en la tintorería “Servicio de valet”. ¡Bárbaro! Ahora con su mujer enferma, ya sabía quién iba a lidiar con la ropa sucia. Este pensamiento lo distendió. Un gran problema, se acababa de resolver. De repente, se escucho silbando. Un tipo vendía café y chipá en la esquina. No era muy asiduo a las compras ambulantes, pero ahora un café, y algo en el estómago, le vendrían bastante bien.

Algo más tranquilo, pudo ver el frente marmolado de su edificio.

– Esta vez no me agarran – se dijo – Voy mirando paso a paso todo.

Camino con un paso medido al centímetro. Taco suela y punta. Taco suela y punta. Se repetía mentalmente. Sus ojos fijos en la puerta de entrada. Bajó su mano para buscar las llaves. Al tacto, trataba de encontrar la que correspondía a su puerta. No quería dejar de ver la entrada. Toma firme la llave y la ensarta en la cerradura.

– ¡Eh, que hace! - Le grita un obeso señor que tenía en frente.

– No, yo… iba a abrir la puerta y… - Sin decir otra palabra, el hombre le pega una trompada en su rostro y lo deja tendido.

– ¿Me estas cargando? – Le dice – ¿ahora soy una puerta? – y le escupe un par de insultos, mientras se va.

Estaba mareado, dolorido. Totalmente confundido. No entendía, no podía comprender…

Corrió!. Corrió!. Corrió y pasó más que volando la tintorería.

Hacía rato que sus cosas volaron de sus manos.

Vio su puerta.

Corrió más fuerte.

Iba a tirar la puerta abajo.

-¡Que llave, ni llave!

Saltó con los hombros como calcáreo ariete dispuesto a medirse con la dureza del blindex.

Golpeó contra un volquete, lleno de basura.

Repitió su embiste una, dos, tres!, tantas veces que olvidó su número.

Se dejo caer. Se deslizo apoyado en la pared, hasta el suelo. Y metió la cabeza entre las manos.

No podría llegar, Nunca llegaría. Y lloró.

Desde el suelo, con ojos grandes, enrojecidos, alcanza a divisar el kiosco, donde reza un cartel “Hay café”.

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