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Perdido sin ti




Sus largas piernas parecían no responder a la velocidad que Pablo necesitaba. Estaba llegando tarde a la cita, llovía torrencialmente y se hallaba empapado de pies a cabeza. Gajos de su renegrido cabello caían sobre su amplia frente, llorando agua de lluvia.

Cual huracán, pisaba encarnizado aquellas dos filas de baldosas que conformaban un sendero entre el barro que las lindaba. No importaban ya sus zapatos de fino cuero embarrados, ni el negro y flamante pantalón de gabardina salpicado de lodo. El perramus beige que llevaba puesto, apenas sí alcanzaba a cubrirlo hasta las pantorrillas.

¡Allí estaba por fin!..., entre otras…, aquella fría lápida: “Marisol Heredia de Noguera” 1980-2014; su amada esposa. Aquel joven de apenas treinta y siete años, perdió de pronto su erguida postura desplomándose sobre una piedra que le sirvió de asiento. Rozó con el dorso de su mano, las letras grabadas sobre el insensible mármol, como si acariciara el delicado rostro de Marisol. Atormentado, colocó sus largos brazos cruzados entre las piernas, y con la cabeza inclinada, comenzó a balbucear palabras que para otro hubieran sido inentendibles; pero para él…, ¡para él no!, derramaba su corazón a través de sus labios; un volcán de emociones explotaba en su interior…, ansiaba abrazarla, besar sus labios y reflejarse en el fondo de sus ojos.

El 2 de enero de aquel año habían contraído enlace. La vitivinícola ciudad de Mendoza tuvo la dicha de albergarlos durante su luna de miel.

Regresaban a Buenos Aires, cuando en aquella tranquila ruta, un caballo perdido subió inesperadamente al asfalto. Pablo maniobró evitando la colisión, pero durante el ejercicio de su estrategia, mordió la banquina perdiendo el control del automóvil, el cual volcó dando varias vueltas hasta quedar detenido sobre el lado donde se hallaba sentada Marisol. Un micro de larga distancia que atinó a pasar por el lugar, se detuvo en su rápido auxilio. En tanto que unos llamaban al 911, varios pasajeros descendieron en su ayuda. Enderezaron el coche y retiraron el cuerpo magullado e inconsciente del joven, mientras que Marisol ya había exhalado su último suspiro.

Como en una película, las imágenes de aquellos infaustos momentos desfilaban implacables en la mente de Pablo, arrastrando su destrozado corazón hasta el más profundo abismo.

La tormenta no había cesado, por el contrario, el fondo del cielo se tornó oscuro y los rayos caían como brazas encendidas; la tierra tembló con un extraño sacudimiento.

Al clarear el nuevo día, el sol brillaba sobre la bóveda celeste. Juan, el sepulturero llegaba dispuesto a limpiar el caos que el temporal había dejado en aquel lugar. La escena que se presentó ante sus aterrados ojos, lo dejó sin aliento; lívido y desencajado. Unos pies de hombre sobresalían entre la tierra removida del sepulcro donde yacía Marisol. Aterrorizado arrojó al piso sus elementos de limpieza y corrió desesperado en busca de ayuda. Cavaron fervientemente, hasta encontrar a Pablo abrazado al féretro de su esposa, como si el suelo se lo hubiese tragado, y aquella boca que antes se viera crispada, ahora esbozaba una dulce sonrisa…

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