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Dinah


La vi parada al borde de la vereda, era una joven de rostro ansioso, mezclado con miedo, apuro y nerviosismo impregnados con una fuerte expresión de tristeza. Atendí a su llamado estacionándome frente a ella. Son pocos los pasajeros que suelen saludar y este no fue uno de esos, solo se limitó a indicarme la dirección donde debía dejarla. Recuerdo que era lejos, bastante alejado y por lo visto estaba llegando tarde. Una vez dentro del auto, sacó su celular y se puso a hablar rápidamente, casi sin hacer pausas. Supe entonces que llamó a un hombre al que nombró maestro, le dijo que había tenido problemas con el transito, que muchas calles estaban cortadas, y que debió subirse un taxi para tomar al menos la última media hora de clase. Luego de eso se quedó callada e inmensamente angustiada. Y no me aguanté más, e hice lo que a casi todos los pasajeros les molesta: comencé a hablarle. Casi agradecida por romper el silencio me contó que estudiaba violín,y, aunque no era muy buena deseaba desesperadamente poder aprender bien. Me dijo que había encontrado al mejor maestro de todos y que se sentía muy mal porque iba a abandonarlo pronto. Llevaba varias clases llegando tarde, no estudiando y haciendo todo lo necesario para ver si él decidía terminar con slas clases. Le pregunté por qué quería dejar de estudiar algo que le encantaba; su respesta me dolió mucho:


—Me di por vencida ¿sabe?, ya no quiero aferrarme a una ilusión.


Yo era un chiquito de lo mas ordinario, pero era un malandra de aquellos. En mis vacaciones acostumbraba a esperar a que mama se acostara a dormir la siesta para salir con mis amigos a dar vueltas por ahí. Volvía raspado de trepar árboles y sucio de pies a cabeza. Pero lo más divertido pasaba en los carnavales: solíamos esperarnos ocultos para atacarnos con bombuchas y de vez en cuando correteábamos a alguno con un balde lleno de agua para mojarlo por completo. Un verano cambió mi suerte y me tocó a mí salir corriendo a toda velocidad por las calles del barrio y tuve que meterme en el conventillo que estaba cerca de mi casa para zafar porque ahí no se atrevían a entrar. Nadie se fijó en mi cuando pasé a toda velocidad por el pasillo principal. Llegué a un patio interno… y la escuché, y me enamoré de ella por completo. En casa solíamos escuchar tango y algo de rock, pero esto era nuevo para mí. Se trataba de un diablito travieso que me atrajo de inmediato. Había un grupo de hombres de color reunidos en el centro del patio tocando una música que yo no había escuchado jamás. “Dinah” se llamaba el tema de la canción. Quedé atontado, no dejaba de moverme, sentía cosquilleos, mis pies marcaban cada latido del sonar de esos instrumentos. Hubo uno en particular que me enloqueció, el solista, tocaba la trompeta. Yo no volví a ser el mismo. Entré a casa tan emocionado que desperté a mi mamá para contarle lo que había escuchado. Me castigó por escaparme y prometió contarle mi travesura a papá cuando llegara; y así lo hizo. Los escuché hablando hasta tarde del asunto pero ninguno de los dos me dijo mas nada. Unos días mas tarde llegó a mi casa un hombre que me pareció familiar, ¡era el trompetista!... y desde entonces comencé a tomar clases con él. A los 15 años me uní a un grupo de jazz que tocaba en las fiestas del club de mi barrio. No era muy talentoso, pero eso no me preocupaba, a mi me importaba ser parte de ese organismo vivo que eran las orquestas típicas. Cumpleaños de 15, casamientos, fiestas municipales, iba a cualquier lugar con tal de poder tocar. Cercanos mis 25 cometí el peor error que un músico puede hacer, me enamoré ¡Y vaya que me agarró desprevenido, que hasta me casé y todo! Ustedes saben que la vida de casado y la música no van de la mano, y la dejé a los pocos meses. Dejé la música, dejé la noche, dejé todo, y lo hice sin culpa. Me convertí en padre, comencé a trabajar en una fábrica, y así me convertí en la viva imagen de mi papá. Fui feliz de otra manera, aunque nunca logré sentirme completo. Si bien obligué a mis hijos y luego a mis nietos a estudiar música, durante todo ese tiempo fui incapaz de decirle a mi mujer cuanto extrañaba ese mundo.


Llegamos a destino, y antes de bajarse me dijo con una voz muy emocionada que a ella también la enloquecía el jazz y que había decidido estudiar después de escuchar a Hernán Oliva en la radio. Me preguntó si lo conocía y para su entero asombro saqué de la guantera un cd que tenía en la tapa la foto de él. Me despedí de la chiquita que, para mi tranquilidad ya no tenía esa expresión triste en sus ojos, porque sabía que retomaría con todas las fuerzas de su alma esas clases de violín que tanto disfrutaba. Accioné el disco compacto y me puse en marcha para seguir con lo que quedaba de la jornada.


Antes que el sol se despidiera aquel día, un taxista de Buenos Aires buscó como loco su viejo instrumento. Dicen, que esa noche un nene de escasos años volvió más ilusionado que nunca junto a su primera pasión, y al ritmo travieso de su trompeta endemoniada pronunció con la primera respiración, el nombre de su olvidado amor: Dinah.


Publicado en "Voces del GLA" (Grupo literario Ayacucho) Editorial Dunken

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