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Circunstancias


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Para Luis el barrio siempre fue un lugar apasionante. Un sentimiento que se respira, un espacio de contrastes, entre un suburbio y una zona plena de color en la que vale la pena perderse. La Boca de Quinquela Martín lo había atrapado desde chico.

Cuando iba a visitar a sus abuelos inmigrantes los volvía locos a preguntas. Podía pasar mucho de su tiempo escuchando sus historias, sus anécdotas de juventud junto a las descripciones de los pueblos donde nacieron y crecieron Y también percibir como se entristecían sus miradas al pensar que difícilmente volverían a ver su tierra.

Desde que terminó la facultad, ese barrio se había transformado en el único que sentía como propio.

Caminar por sus calles, entrar a sus bares y hablar con la gente o simplemente reflejar su paisaje sobre el blanco de una tela, lo hacía feliz.

El amor por el arte lo había heredado de su padre. Y con lo que ganaba había logrado comprar ese atelier, que contenía además de caballetes, pinturas, libros y algunos muebles , la capacidad de cobijar entre cuatro paredes todo lo necesario para hacerle sentir que era su lugar en el mundo.

Pero corrían tiempos difíciles.

Ya desde muy joven se había relacionado con otros artistas en la Facultad de Bellas Artes. Con varios había seguido en contacto, pero a muchos los había perdido en el camino o tal vez se los habían quitado. Dadas las circunstancias ya no estaba seguro de nada.

Era una época donde no estaba permitido tener ideas propias, pensar distinto a la mayoría o simplemente pensar, parecía estar prohibido. Pero los años de juventud no combinan con la prudencia.

A veces tenía la sensación de que él era el primer fichado en la lista. La famosa lista de la que todos hablaban.

Con su amigo Raúl, colega de oficio, muchas veces habían compartido la preocupación por comentarios de secuestros y compañeros desaparecidos.

Pedro Arteaga, uno de sus antiguos profesores que vivía a pocas cuadras de su casa, le había advertido del peligro y siempre le ofrecía la de sus padres en Uruguay.

—Son tiempos oscuros Luis .Podés vivir allí hasta que aclare. Ya hace varios días que veo gente rara rondando tu casa— le había dicho—. Tengo un contacto en la aduana que te puede ayudar. Es más, hasta yo estoy pensando en mudarme con los yoruguas.

Al principio no le dio importancia, pero una noche encontró bajo su puerta una nota que decía: ¡Al carajo el pintorcito de mierda!

Tal vez por eso o por precaución, dejó de salir a la calle con sus pinceles, de ofrecer en la plazoleta Garibaldi, un retrato a los turistas al estilo de Montmartre y se dedicaba solo a contratar modelos, en especial muchachas, que algunas veces hasta le perdonaban el pago por pura amistad.

Había entablado una relación íntima con una de ellas. Se llamaba Lucía, era maestra de violín y de vez en cuando modelo. Ella terminó siendo la única bella dama que posaba vestida o desnuda para que él la deje plasmada en sus cuadros

A pesar de que los dos eran conscientes del peligro, ella se negaba a la posibilidad de separarse y él a renunciar a su bella sonrisa. Pero la intuición les decía que mientras la pared se vestía de futuro, cada pincelada los situaba más y más en el pasado.

Finalmente Luis tuvo en sus manos fecha y hora de partida .Un sábado cualquiera de septiembre del 76 a las diez de la mañana. El traslado sería desde la oficina de la Aduana en Tigre.

El día anterior se levantó temprano. Había dormido poco y mal.

Después de prepararse un café y mientras lo saboreaba su mirada había recorrido el atelier y las pinturas colgadas en las paredes El barcito de la calle Pinzón, su primer cuadro. El escultural cuerpo de Araceli. El de Caminito que pintó para un turista que nunca lo retiró y varios más Cada pintura un recuerdo reflejando un momento o algún lugar especial en su vida... Como si puestos en sintonía fueran testigos de su propia historia.

Lucía llegaría a las diez. ¿Sería la última vez? ¿La última mañana? Las preguntas llegaban y eran desechadas en el mismo instante. No conocía las respuestas y no quería angustiarse.

La ventana lo invitó a empujar sus postigos y asomarse por ella para ver al barrio que recién despertaba.

El barcito de enfrente ya había abierto sus puertas y el dueño sacaba las mesas a la vereda. Una mesa, una sombrilla. En fila contra la pared.

La señora de la casa amarilla y azul, tendía ropa en la ventana.

El viejo Fermín levantaba la persiana del taller mecánico y su vecino lavaba el taxi.

Iba a extrañar La Boca, iba a extrañar Buenos Aires, pero no tenía alternativa.

En ese momento sonó su teléfono.

Era Arteaga.

— ¡Salí de tu casa! — ¡Ahora!

Miró nuevamente hacia la calle y los vio. En la vereda de enfrente había estacionado una camioneta de la que bajaban varios milicos armados La sorpresa de un primer momento lo dejó sin reacción. Solo dijo en voz alta: — ¡Mierda!

Un minuto después manoteó su mochila, los documentos, el pasaje y la campera.

Los pasos ya retumbaban en la escalera como si fueran cien. Salió al pasillo, cerró con llave y corrió hacia la azotea. Desde allí escuchó el ruido de la puerta derribada y las voces y los gritos.

Saltó hacia la casa vecina y por allí intentó bajar pero no encontró ninguna escalera que se lo permitiera.. No lo pensó, tiró su mochila y detrás cayó él. El golpe fue duro y el impulso lo hizo rodar hasta pegar contra el escalón de la galería de la casa deshabitada La pierna derecha había chocado contra un tambor de agua que no había visto desde arriba y al pasarse la mano por la cara se dio cuanta que de que su cabeza sangraba. Como pudo, caminando despacio y muy dolorido tomó su pequeño equipaje y salió al callejón trasero.

Conocía tan bien esas calles y sus recovecos que no tardó en encontrar un espacio para esconderse. Pensó que debía avisar a Lucía, pero sabía que por un largo rato, horas quizás, no podría moverse de ese escondite. Y a medida que pasaba el tiempo comenzó a dudar sobre la conveniencia de hacer esa llamada. También se le cruzó la idea de que su intento de viaje, como pronosticaba la nota, ya se había ido al carajo.

Estuvo escondido hasta la madrugada y luego de fumar su último cigarrillo, con el cuerpo dolorido, entumecido por el frío y la inmovilidad, con mucha cautela se fue desplazando y caminó hasta tomar uno de los primeros colectivos de la mañana con destino a Retiro.

Caminaba con sigilo acompañado de la sensación de que cada tipo con el que se cruzaba venía por él. Pero nada pasó y llegó sin problemas hasta la estación. A las nueve pudo más su ansiedad, buscó un teléfono público y llamó a la casa de Lucía pero nadie lo atendió. Le pareció extraño ya que a esa hora tenía alumnas en su casa.

Entonces trató de comunicarse con Arteaga, lo atendió la hija y le dijo que a su padre lo habían detenido esa madrugada. También llamó a su amigo Raúl y su hermano le comunicó que desconocían su paradero desde hacía dos días. Le sonó más a protección familiar que a verdad, pero no insistió.

Se sintió fatal, solo y culpable de todo aunque no lograba encontrar la culpa específica de nada.

Tomó el primer tren que partía hacia Tigre.

Cuando llegó buscó la dirección que le había dado Arteaga. La dependencia de la Aduana, una pequeña oficina al costado del río: tenía un cartel que decía “Cerrado”

Preguntó a los vecinos pero nadie le pudo dar información, estonces volvió a la estación y tomó el tren de regreso .Llegó nuevamente a Retiro y terminó en el puerto caminando sin rumbo fijo. Conociendo el movimiento de las dársenas se dio cuenta de que había un barco de bandera española pronto a partir. Sus hombres, en fila, subían cajas y bolsas supervisados por un marinero de mayor rango. Dos policías controlaban desde lejos.

Lloviznaba sobre Buenos Aires y abril se presentaba más frío que de costumbre.

Luis tomó una de las bolsas y se sumó a la fila intentando pasar inadvertido pero no lo logró.

— ¿Y tú quién eres?: le preguntó el hombre, apartándolo de la fila con los ojos puestos en u camisa manchada de sangre.

—Alguien que necesita trabajar.

— ¿Estás escapando de la policía?

—¡Si!, pero no he cometido ningún delito— contestó Luis sin ninguna esperanza.

El hombre lo miró a los ojos y después de un espacio de tiempo que se le hizo eterno le hizo una seña con la cabeza, al tiempo que le decía:

— Sube y no vuelvas a pisar tierra. Pídele a cualquier marinero que te acompañe a las bodegas y esperas ahí. ¿Has entendido?: la pregunta se pareció más a una orden.

Varias horas después, Luis que aún esperaba sentado detrás de un montón de bolsas, escuchó que alguien bajaba por el otro extremo del sótano.

No era el hombre que lo había mandado guardarse y eso lo asustó pero inmediatamente se presentó como el capitán. Era un tipo grandote con una espesa barba y una mirada dura que no armonizaba con el tono benévolo de su voz

  • He ayudado a muchos como tú. No es de mi interés preguntar ni contestar preguntas. Sólo quiero informarte que antes de llegar a España pasaremos por Marruecos y allí te bajarás del barco. Una vez en tierra debes tratar de llegar a Tetuán. Allí se refugian algunos de tus compatriotas, por si quieres buscarlos. No te preocupes por el idioma, mucha gente habla español.

— Pero, y como…:— intentó Luis.

— Dije que no contestaré preguntas— lo interrumpió el capitán con sequedad, conciente de que serían muchas.— Zarparemos mañana. Apenas estemos en altamar te vendrán a buscar y te dirán cuales son las tareas con las que te ganarás el pan.

Así comenzó el viaje y una vida nueva llena de incógnitas.

El trayecto no le disgustó. La tarea era ardua desde el amanecer hasta la caída del sol pero el paisaje era bellísimo y lamentó no poder plasmar en una tela ese horizonte infinito que lo esperaba cada día.

Desde ese momento en el cual subió a una nave que lo llevó a tierras desconocidas hasta el presente habían pasado años.

Increíbles años en los cuales aprendió mucho de la vida. Vivió en Rabat, Tetuán y Casablanca.

Fue conciente de lo que significa ser exilado y él lo era porque así decía un papel que le había entregado el capitán, junto a algunos dirhams marroquíes para que se desenvolviera los primeros días

Y como tantos exilados trató de hacer propia una cultura ajena.

Tarea complicada que tal vez entendió muchos años después, cuando al regresar sintió ajena la cultura propia.

El sentimiento de no pertenencia le fue muy difícil de asimilar. Pero de apoco fue descubriendo no solamente a otros compatriotas, sino la generosidad de los nativos.

Finalmente junto a varios amigos, pudo cruzar el estrecho de Gibraltar y llegar a Madrid y luego a Barcelona. De su país sabía lo poco que salía en los diarios europeos.

Durante unos años hablaron de muertos, y desaparecidos bajo la dictadura militar

También del mundial de fútbol en el 78 y de Argentina Campeón acompañando carteles que aclaraban al mundo que los argentinos somos derechos y humanos.

En los dos países se unió a compatriotas que trataban de apaciguar el sentimiento de no pertenencia, la añoranza y el deseo de regresar además de hacer amistades entrañables de esas que no borra la distancia.

No tenía experiencia en nada que no fuera pintar. Sin embargo muchas y variadas ocupaciones le permitieron sobrevivir y de a poco reencontrarse con el arte para finalmente volver a vivir de sus pinceles.

Contrariamente a muchos argentinos no tuvo la capacidad de tener una pareja estable o formar una familia.

Y un buen día decidió regresar. La llegada de la democracia fue el detonante.

Sus intentos por comunicarse con Lucía y con sus amigos habían comenzado varios años después de su partida. Su silencio inicial se debió al temor de crearles problemas, pero cuando creyó que el peligro había pasado, sus intentos no obtuvieron ningún resultado.

Finalmente desistió.

Recordando el lluvioso día en el cual partió, disfrutaba de una soleada mañana años después, avanzando desde Ezeiza hasta a la Boca. Había llegado de la misma forma que se fue. Sin aviso previo.

Sentía una fuerte emoción que le oprimía el pecho y no podía distinguir si era felicidad o angustia.

Cuando llegó a su antiguo barrio tuvo una doble sensación La de sentirse en terreno propio y también en propiedad ajena. Algo había cambiado. Lo percibía, pero no alcanzaba a ver específicamente la diferencia.

Pensó que tal vez era él y no el entorno.

Buscó un hotel cualquiera para dejar sus pertenencias. La familia sería después.

Durante los primeros días recorrió el barrio y el centro de la ciudad., descubriendo algunas cosas y recordando otras, como si fuera un turista.

Recién una semana mas tarde juntó coraje y se dirigió a su antiguo atelier.

Desde afuera se veían plantas en la ventana y se escuchaba la voz de un niño. Tocó el timbre y esperó.

Unos minutos después bajo una mujer.

— ¿Señor?

— Disculpe, usted vive en el primer piso?

— Si, lo alquilo. ¿Se puede saber quien es usted?— Preguntó la mujer con curiosidad.

— El antiguo inquilino— mintió — ¿Me podría dar el teléfono del propietario?

— No creo que deba dárselo, yo a usted no lo conozco.

— Tiene razón — contestó Luis y con un gesto de despedida, dio media vuelta para irse.

— Bueno, no sé— dudó la mujer. Espere. Hagamos así .Usted déjeme sus datos y yo se los paso a la dueña para que ella lo llame ¿Le parece bien?

— Sí, gracias .Dígale que me llamo Luis, que acabo de regresar de España y que estoy en el hotel Rocha. Gracias de nuevo.

Luis se alejó, la señora escuchó que su niño lloraba y cerró la puerta.

Una semana después le avisaron desde la recepción que alguien lo estaba esperando.

Cuando bajó vio a una mujer de espaldas mirando hacia fuera y supo que era ella.

Cuando se dio vuelta se encontró con la hermosa Lucía. Tan joven y linda como la recordaba. Un abrazo enorme los unió.

— Te debo muchas explicaciones— dijo

— No me debés nada — contestó ella— Gracias a Dios que has vuelto y que estás bien

Ya tendremos tiempo para ponernos al día. Vamos a tomar un café.

Caminaron hasta el bar más cercano y eligieron una mesa junto a la ventana. El barcito de enfrente ya no existía. Un edificio de cuatro pisos se alzaba en el lugar.

La primera en hablar fue ella.

— En pocas palabras quiero que sepas que el día que te fuiste yo estaba llegando a tu casa y desde la esquina vi estacionar a los milicos. Me quedé largo rato con el corazón acelerado esperando en el bar de enfrente y cuando salieron y no estabas con ellos casi lloro de la alegría. Supuse que habías logrado escapar y volví a mi casa, tomé algunas cosas y me mudé con mis padres a Pilar. Tuve miedo. No sabía si iba a volver a verte. Muchos amigos desaparecieron, entre ellos Raúl. Fue una época horrible. Con el correr de lo años y el regreso de la democracia fui recuperando mi día a día.

Lucía hablaba como si se tratara de sentimientos guardados durante demasiado tiempo y al tener la posibilidad de transformarlos en palabras se quitara un peso que le aliviaba el corazón.

Luis la escuchaba con atención y en un momento le tomó las manos por sobre la mesa pero ella las retiró con suavidad y continuó:

— Fueron años duros—repitió—cuando todo se tranquilizó me ocupé de lo tuyo. Sabía que algún día regresarías. Cuidé tus cosas, alquilé tu atelier guardé los cuadros que se salvaron aquel día.

Hizo una pausa como si el recuerdo aún le doliera y luego siguió hablando

—Te cuento que la propiedad sigue estando a tu nombre. Yo rehice mi vida, me casé y tengo dos hermosos niños pero nunca te olvidé y estoy feliz de verte. El resto Luis, es la vida y cada uno es consecuencia de las circunstancias que muchas veces no podemos cambiar. Me gustaría que conozcas a Juan. Le he hablado mucho de vos. Siempre serás bienvenido en mi casa. Eso es en resumen mi vida en estos años.

El la miraba y la escuchaba sin responder.

Lucía suspiró profundo y sonrió. Ya había dicho todo. Le tocaba a él.

Luis finalmente habló. No era mucho lo que tenía para decir en ese momento.

Por eso solamente le tendió nuevamente las manos que esta vez ella aceptó y dijo:

— Yo tampoco pude olvidar tu sonrisa. Ella me ayudó cuando estuve lejos a sentirme menos solo y ahora a sentir que estoy de nuevo en casa.

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