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El olor de las cortinas



Ella, sentada en el cordón de la calle, parecía estar esperando algo o a alguien. No se la veía impaciente ahí, curvada sobre sus rodillas. Si se la observaba de frente era imposible distinguirlo, pero en el hueco debajo de sus piernas acobijaba un bidón blanco.

A juzgar por sus exagerados movimientos de tórax, se podía deducir que estaba agitada o hablaba sola, como cuando se dice una frase larga y se esfuerza para llegar con aire hasta el final.

Se levantó.

Tenía los ojos rojos, pero no parecía rojo llanto, sino rojo sangre. Agarró el bidón y fue al otro lado de la calle, a la estación de servicio. En el cordón de la vereda se detuvo. Luego caminó lento. Finalmente dio los pasos que restaban con una firmeza casi solemne. Eran los primeros pasos del fin.

Su casa se había convertido en una zona de guerra. La cama matrimonial, en una línea cruzada. Las batallas se libraban en nombre de los caprichos más absurdos.

Días más tarde, frente al juez, sus hijos admitirían que no tomaron el asunto con la gravedad que merecía.

Estos conflictos bélicos que ya eran parte del ruido de fondo de los cuatro integrantes de la familia habían tenido su origen varios meses atrás. ¿Motivos? Que él usara una camisa distinta todos los días porque ella las lavaba y las planchaba. Pero desde que él empezó a lavar sus propias camisas, ella le reprochó su ineficiencia para plancharlas o calcular las proporciones de jabón y suavizante. Entonces ella volvía a lavarlas, y se lo reprochaba durante toda la semana. Él decía poco o nada.

Más adelante, ella tomó la iniciativa de darle en su hombría, de no tocarlo más. Sumó a eso escenas de celos constantes por lo que fuera, generando en él reacciones espontáneas que aumentaron la lista de ítems para reprocharle.

La vida se terminó de complicar; cuando además de contra su marido, encaró contra sus hijos: determinó que el varón era un sujeto inútil y que no debía seguir estudiando, y que su hija era una mujer de moral cuestionable que no debía salir de la casa.

Al principio sólo utilizaba palabras. Palabras punzantes, taladrantes. Al ver que sus hijos trataban de ignorarla y no seguían sus designios, se dedicó a boicotear sus proyectos desde el silencio. Escondió llaves, hizo desaparecer libros, arruinó computadoras volcándoles agua, tijereteó camisas. La paciencia de todos llegó a un límite. La familia aceptó la declaración de guerra. Se decidió no utilizar la violencia física, ni nada que le dejara marcas visuales. Ella ya había amenazado con denunciarlos por violencia de género si le tocaban un pelo. Y llegó a golpearse sola para inculpar a su marido, aunque nunca llegó muy lejos.

El esposo y los hijos se enfocaron en otro tipo de daños. Llegaron a quemar frente a ella las únicas fotos que le quedaban de sus padres, destrozar recuerdos de la niñez, usar sus cuentas en redes sociales para insultar en nombre de ella.

Nunca se la vio tan desalineada y perturbada como en esos días. Eso la llevó a la decisión de comprar la nafta.

Ya estaban dados los primeros pasos del fin.

Esa noche, a la hora en que la familia entera coincidía en la casa, ella entró a la cocina gritando. Dijo que los odiaba a todos, que los había odiado siempre y que le habían arruinado la vida. Luego corrió a la pieza a encerrarse.

La familia golpeaba a la puerta, le exigían que saliera, le gritaban que ni se le ocurriera intentar una locura porque ya los tenía hartos.

Ella giró la llave, y el marido abrió la puerta. Detrás de él, sus hijos.

—Quietos —dijo ella extendiendo la mano que chorreaba líquido. Estaba toda empapada: el pelo, la ropa, la piel—. ¡No se me acerquen!

Sacó un encendedor del bolsillo. Lo encendió.

Fue imposible sacar el olor de las cortinas.

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