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Albor


Cada paso que daba al subir las escaleras de mármol blanco lo alejaba de la realidad.

Sentía el peso de los siglos sobre su cuerpo, la presión del tiempo latiendo en las sienes.

La brisa jugaba entre sus largos cabellos oscuros, bucles suaves resbalando de los hombros, rebotando sobre su ancha espalda, y suspendiéndose cual columpios.

Cada pisada aplomada quería clavarlo en el mundo, ese mundo que tan bien conocía desde los confines de la Creación.

Mucho trabajo, demasiados esfuerzos, enormes alegrías y decepciones. Ya era hora.

Ángel nocturno, protector lóbrego de silenciosa marcha, sombra alada sin destello, opaca cual grafito en polvo.

El primer resplandor, pensó, con eso basta.

En su génesis, una simple condición: nada de luz solar. Y la eternidad rendida a sus pies.

La comprensión llegó con la experiencia. Todo había probado, todo hubo de ver, y la sabiduría se hizo eco en actitudes amables y esperanzadoras para con aquellos humanos cuyos caminos demostraran ilusión y sensibilidad pese a tropiezos y bravuras de las circunstancias. Mas fue implacable con la crueldad. Hombres atroces e inclementes no merecían su energía ni compasión.

Empero sentía el agotamiento y lo inundaba un solo anhelo: deleitarse con el eterno instante en que Febo proyecta su primera exhalación, envuelto en la cadencia de Céfiro.

No apuró la marcha, pues tenía exacta noción del momento.

Se posó en el extremo más alto de aquel amado templo terrenal y miró una vez más a su alrededor.

Una emoción contenida iluminó sus verdes pupilas.

Extendió sus alas lentamente, como si fuera su primer despertar.

Amanecer.

Morir para una nueva vida.

Y se lanzó a la Luz.

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